Blancanieves con alubias y enanitos
En su autobiografía Life (Weidenfeld & Nicolson, 20 libras; próximamente en Global Rhythm a 24 euros), que ya puede bajarse al kindle de Amazon por 6,90 libras (esto no hay quien lo pare, queridos), Keith Richards cuenta que cierta noche de 1967, en plena inmersión psicodélica, se pasó tanto de LSD que cuando la policía llegó a su casa para poner orden confundió a los agentes con enanos uniformados y les dio la bienvenida con los brazos abiertos. Es lo que tenía el ácido: uno se tragaba un azucarillo y el mundo se convertía durante unas horas en un lugar hermoso y brillante (a menos, claro, de que a uno le diera la pálida o se le reventara el cerebro). Lo cierto es que estos días también yo, como la sufrida Blancanieves, me siento rodeado de enanos, y no precisamente uniformados. Hoy a la hora de comer, por ejemplo, he metido el cazo en el puchero de la fabada y lo he sacado rebosante de alubias y de homúnculos muy semejantes a los de la última novela de Millás (Lo que sé de los hombrecillos, Seix Barral). Entre ellos no había ningún ministro saliente que llorase, por lo que deduje que tampoco ninguno era un "perfecto mierda". También me fijé en que, mezcladas con las fabes, el chorizo, el tocino, el lacón y la morcilla (un banquete al que no hay que invitar a salafistas), no había ninguna adolescente japonesa, de modo que no las pude ver vestidas "como zorritas, con los labios pintados, carmín, rímel, tacones y minifalda". Así que reservé a los hombrecillos para algún uso posterior y me comí las judías (con perdón), olvidando que repiten más que los invitados del Instituto Cervantes, esa noble institución que parece complacerse en premiar lealtades y afinidades electivas. Ya sé -ya sé- que las respectivas opiniones entrecomilladas de Pérez-Reverte y Sánchez Dragó no son equivalentes, pero a mí se me antoja que provienen de la misma matriz ideológica, en el más amplio sentido de la expresión: son típicas de machotes que a veces confunden el territorio de lo público (aunque sea virtual) con la parlería de barra de bar y a mí me pones lo de siempre y a estos lo que quieran, que yo pago la ronda, ¡coño! Ya se sabe: ni llorar es de hombres (como aprendió el denostado Boabdil, que tampoco "ni para irse tuvo huevos"), ni Eva es del todo de fiar, como han establecido las tres religiones que tienen como patriarca y referencia al frustrado filicida Abraham, que -ese sí- seguro que los tenía "bien puestos". Además, el llanto siempre ha sido cosa de tías, como demostró don Pedro Calderón de la Barca, el proto-ideólogo de nuestro castizo tea party, en su divertida comedia Mujer, llora y vencerás (léanla en el tomo V de sus Comedias, publicado por la imprescindible Biblioteca Castro). Por otra parte, como se ponga de moda lo de promocionar libros con insultos e hipérboles machotas y machistas (aunque sean sólo "literatura", como nos aclaró la plomiza presidenta de Madrid) vamos listos. Ya sé que con la crisis hay que hacer economías promocionales y sacarle jugo a las piedras, pero, la verdad, podían intentar vender más libros por otros medios. Si esto sigue así se pondrá en marcha la ley del péndulo, y para las presentaciones de libros los editores recurrirán a equipos de amazonas vestidas de negro, sin maquillar y provistas de herramientas justicieras y emasculantes. Tiemble el capitán Alatriste. Hagan penitencia el incestuoso Gárgoris y su vástago Habidis. Aliénese otra vez con el ácido lisérgico el guitarrista de los Stones.
Lustro
Atalanta cumple cinco años y cincuenta libros de existencia. Estudio su catálogo y me parece un prodigio de coherencia, lo que no quiere decir que todos sus libros me interesen por igual. El privilegio -y el mayor peligro- de un editor-propietario consiste precisamente en la coherencia, pero no todos lo asumen hasta sus últimas consecuencias. Lo hace Jacobo Siruela que, quizás, ha podido y puede resistir (en la vida no todo es cuestión de proponérselo) más que muchos de sus colegas "a las feroces pulsiones de la voracidad lucrativa" tan activas (también) en nuestro sector editorial: ni Marx psicoanalizado por Lacan en el diván de Freud lo hubiera dicho mejor. En la presentación del catálogo conmemorativo, Siruela (qué casualidad: tiene nombre de editorial) explica el modo en que la especie de editores a la que pertenece se ha adaptado al medio, controlando su territorio y protegiéndolo de los depredadores: "Sin el ordenador, sin Internet, Atalanta no habría podido existir tal como es". Lo cibernético al servicio de la artesanía: lo mismo podrían decir otros audaces editores que han saltado a la arena en los últimos años. Atalanta celebra su primer lustro, entre otras fiestas más o menos privadas, con dos libros. Uno del propio Jacobo Siruela, El mundo bajo los párpados, en el que el "director de orquesta" (el primer violín debe de ser Inka Martí) ha puesto (casi) todo lo que sabe (y sabe mucho) sobre ese otro mundo que siempre está al acecho en los pliegues de la "realidad", y del que, precisamente, trata buena parte de la literatura que siempre le ha interesado como editor. El segundo libro me preocupa más: de nuevo se repite con los mismos actores el espectáculo de La historia de Genji, publicada hace unos años casi simultáneamente por Atalanta y Destino (Planeta). Ahora se trata del Jin Ping Mei, el célebre clásico compuesto a finales de la dinastía Ming y cuya tortuosa recepción en Occidente tiene que ver con el carácter pornográfico y libertino de muchas de sus páginas. Vuelven a coincidir con un clásico oriental (dos tomos, precio elevado) las dos editoriales, como si se estuvieran espiando. Y, como ocurrió con la obra de la divina Murasaki Shikibu, cada uno vende las excelencias de su versión. Hasta la fecha sólo he podido hojear el primer tomo de la de Atalanta que, por cierto, también se ha adelantado en la Red: si uno teclea "jin ping mei" en Google, el buscador propone "jin ping mei atalanta". Lo dicho: lo cibernético al servicio de la artesanía. Y no al revés, claro.
Vértigos
Le conté a mi amigo el genial Max que los libros me desbordan y lo interpretó de forma naturalista con el dibujo que hoy nos obsequia (es amable y siempre me estiliza un poco). Ocupan no sólo las paredes (metonimia) y el suelo del salón de mi casa, sino también el baño y la despensa (donde guardo las alubias) y hasta los bajos de este cada día más improbable y ajado y cascarrabias sillón de orejas. Ahí, justo debajo mis posaderas, es donde reservo los libros que selecciono y sobre los que trabajo a lo largo de la semana. El de esta, que aún no he terminado de subrayar, es Años de vértigo. Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914, de Philipp Blom (Anagrama), un ambicioso y sugerente ensayo, entre la historia y el "estudio cultural", sobre un periodo -la belle époque- que guarda apasionantes y ominosas semejanzas con estos agitados primeros diez años del nuevo milenio. Rigor, erudición, lucidez y capacidad de comunicar: esas son las bazas del profesor Blom. Y ahora les dejo, que tengo el estómago lleno de gases (la fabada) y, sin embargo, debo seguir leyendo hasta que me derrumbe.
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