Desierto
Cada vez más acosado por los estragos de la edad, el poeta estadounidense William Carlos Williams (1883-1963) publicó, con 71 años, el libro titulado La música del desierto (Lumen), el primero de los tres que escribió durante la última década de su existencia. Son libros obligadamente melancólicos, pero no tanto por la conciencia cierta de la proximidad de la muerte como por la búsqueda desesperada de dotar con sentido lo vivido, que, para él, resultaba inseparable de lo escrito; en una palabra: todos estos versos compuestos con la música elegiaca del adiós, son, sin embargo, un maravilloso desafío a la intimidante fatalidad del paso del tiempo, con su agraviante cola de caducidades biológicas y otras catástrofes domésticas. Un canto a la regeneración en medio de la consunción, a la creación en medio de la destrucción, a la fuerza de la luz en medio de las crepusculares tinieblas; un canto, en suma, de amor al amor, que florece esplendorosamente entre sus restos.
En el poema 'La flor amarilla', Williams, repasando estragos, no encuentra mejor asidero que el de una torturada pobre flor, en cuya agreste modestia halla, no obstante, la justificación de todo arte, hasta el punto de conjeturar que el mismo Miguel Ángel probablemente esculpió, a partir de ella, sus Esclavos, a los que califica de "mármol florecido". Con escoplo o con pluma, nadie que no haya sido mordido por la tristeza se le ocurre centrarse en la descripción del sufrimiento, pero, sean cuales sean las ruinas, Williams celebra tener ojos, labios y lengua y, a través de ellos, "... el poder / para liberarme / y para hablar de ello". ¡Bendito poder!
Nacido 36 años después que Williams, el poeta argentino Alberto Girri (1919-1991) daba la impresión de sintonizar con la música de su colega del norte. Entre otras afinidades, también este vate porteño mostró abundantemente su predilección por los artistas plásticos. En la estupenda antología de Girri recién editada con el título En selva de inquietudes (Pre-Textos), hay un amplio muestrario de poemas dedicados a pintores, como El Bosco, Brueghel, Rembrandt, Hogarth, Blake, Monet, Cézanne, Klee, Modigliani, etcétera, todos llenos de emocionantes apreciaciones a la respectiva manera con que estos maestros interpretaban un arte siempre enredado con la vida. Sin embargo, lo que escribió Girri sobre el pintor y grabador japonés Hokusai (1760-1849) es de una estremecedora belleza. Le fascina a Girri de Hokusai la reducción del mundo a la melodía de un trazo que éste practicaba, con todo lo que ello implica, pero, sobre todo, lo que apunta en la poesía 'Inesperada, clara relación', donde compara al Picasso autor de las Demoiselles d'Avignon con las estampas de cortesanas dibujadas por el japonés. Allí nos dice que el español trataba de "... engendrar el espacio / que buscaba para detener el tiempo", mientras el japonés se las arreglaba para "... ir olvidando que el cosmos no se revela / en la alucinación de las formas / sino en el absoluto de forjar / formas que habrían de moverse en el tiempo, justificador de la permanencia".
Como nos manifestaron Williams y Girri, quizás la erosión del vivir no conduzca sino fatalmente hacia un desierto, pero es un desierto poblado de fantasmas, que destellan luz. Ésta es la música del desierto que oímos gracias al canto de los poetas, grabado sobre nuestra propia piel.
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