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Columna
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Camiño mouro

Los poderes públicos tienen tres caminos para redistribuir la renta y la riqueza y alterar la libre asignación de recursos por productores y consumidores en los mercados. Los dos primeros son los gastos y los ingresos públicos. En general, y aunque a veces no se pueda saber con precisión quién es el que verdaderamente se beneficia de las transferencias y las subvenciones públicas y quién el que sufre la carga real de los impuestos, porque los contribuyentes (cuando pueden) suelen trasladar la carga de los tributos hacia otros actores económicos (como hacen las petroleras incorporando al precio de los carburantes la pléyade de impuestos generales y especiales que soportan), tanto gastos como impuestos figuran en las leyes de presupuestos, por lo que al menos se respetan los principios de legalidad y publicidad, al menos en sus líneas generales. El tercer camino es mucho más sutil: la regulación. A través de normas, habitualmente de carácter administrativo (reglamentos, órdenes ministeriales, etc.), los Gobiernos inciden también en la asignación y en la redistribución de la renta y la riqueza. Aprobadas por motivaciones de lo más variopinto (sanitarias, de orden público, de protección medioambiental, etcétera), pero siempre agrupadas bajo el recurrente logo del "interés general", se pueden conseguir resultados asignativos y redistributivos tan significativos como a través del presupuesto, solo que sin la visibilidad de este.

Una cantidad ingente de dinero se empleará para mantener una actividad condenada a desaparecer

El famoso decreto del carbón es uno de estos casos. Muy en síntesis, esta norma lo que hace es reservar una cuota del mercado español de la energía a las térmicas que utilizan el carbón procedente de las cuencas mineras leonesas y asturianas. Como consecuencia, y dado que existen más cuotas reservadas a otras fuentes de energía, como las renovables, los demás productores pierden parte de su cuota de mercado, y por tanto actividad e ingresos (como puede sucederle a la central de ciclo combinado de Reganosa), y en el extremo (como en las térmicas de Cerceda y As Pontes), se pueden ver obligados a cerrar, arrastrando tras de sí a quienes realizan las actividades portuarias y de transporte asociadas a estas plantas gallegas de producción energética.

La incidencia territorial de esta operación vía decreto fue cuantificada esta misma semana por el presidente de la Xunta en el Parlamento: las empresas térmicas, que para ganar eficiencia económica y medioambiental invirtieron 1.000 millones de euros en reformar sus calderas para acoger el carbón importado, que es más limpio, no van a poder rentabilizar estas inversiones. La Xunta y los concellos van a dejar de recaudar, en concepto de impuestos medioambientales y locales, algo más de 10 millones de euros. Y lo que es más importante, se van a destruir 3.500 empleos. Todo ello para sostener una actividad minera en León, Palencia y Asturias que le va a costar al Estado cada año, de aquí a 2014, entre 700 y 1.300 millones de euros (unos 200.000 euros al año por minero beneficiado); y que le ha costado ya, entre 2003 y 2008, la friolera de otros 5.500 millones de euros. Y así como la reserva de cuota de mercado para fuentes de energía limpias pero caras (como la eólica) tiene la lógica de estimular un sector de futuro, esta ingente cantidad de dinero se empleará para mantener una actividad más contaminante (los ecologistas propugnan la supresión de todas las centrales térmicas que consumen carbón) que, más pronto que tarde, está condenada a la desaparición. En términos económicos, un despilfarro sin precedentes.

Las ineficiencias económicas y los efectos redistributivos perversos de la regulación están en el origen de la ola anti-regulatoria que en algunos países y sectores, como en el financiero y Estados Unidos, ha contribuido a llevarnos a la crisis actual. En España, este tipo de actuación potenció en su día el surgimiento de diversas formas de reivindicación política regional (recuérdese, sin ir más lejos, al Brañas que denunciaba los catastróficos efectos en el rural gallego de los aranceles impuestos por presión de los productores castellanos de trigo a las importaciones del maíz utilizado para alimentar al ganado). Asistimos una vez más, pero en medio de una crisis que obliga a todas las administraciones a restringir el gasto en servicios públicos esenciales, lo que lleva a muchos ciudadanos a preguntarse en qué se gastó y en qué se gasta su dinero, a una intervención antieconómica y con efectos redistributivos territoriales perversos. Tan ineficiente y tan injusta que ha obrado un milagro adicional. Tras unas primeras dudas existenciales, por fin los socialistas gallegos consideran que el gobierno de Zapatero ha hecho algo que perjudica a Galicia. A ver lo que aguantan en el camiño mouro.

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