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me cago en mis viejos III

Diecinueve

Descubro que el profe del taller literario vive, con su vieja, en el mismo piso en el que da las clases. La vieja, aunque sin disecar, se parece un huevo a la de Psicosis. Ha publicado (él, no la vieja) dos libros de poesía y una novela, los primeros hace 15 años; la segunda, hace cinco. Una joya de escritor, un tío rápido. El piso, muy antiguo, tiene grutas en vez de habitaciones. Hoy, en mitad de la clase, me ha dado un falso ataque de invisibilidad, así que he corrido una vez más (y van tres) al baño, donde después de potar la comida he descubierto, en un armario oculto tras la cortina de la ducha, parte de una dentadura postiza y un tubo de crema para las almorranas. Se me está viniendo abajo la imagen de los escritores, de sus viejas, y de los colaboradores de EL PAÍS, donde el profe publica de vez en cuando artículos.

Yo no sabía lo que era la ropa vieja, vieja, vieja de verdad, hasta ver ese traje de muerto
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Al salir del baño, tropiezo con la vieja del profe, muy maqueada, que me echa la bronca por no haberme arreglado para el recital de poesía. ¿Qué recital de poesía?, digo yo. El tuyo, cuál va a ser, dice ella, no pretenderás presentarte de este modo. Y me empuja por el pasillo hasta un dormitorio sin ventana, que huele a guano de murciélago, donde empieza a sacar ropa de un baúl antiguo, de madera. Ponte este traje de papá, dice tirando sobre la cama una chaqueta gris, con sus pantalones. Yo no sabía lo que era la ropa vieja, vieja, vieja de verdad, hasta ver ese traje de muerto, que parece también un traje embalsamado. Puede tener, no sé, 40 o 50 años. La chaqueta lleva en la solapa una insignia de oro, o dorada, como de juez o algo por el estilo. ¿Todavía no has empezado a desnudarte?, dice la vieja volviendo del armario con una corbata que parece un intestino. Es que voy a mear primero, digo yo. Paciencia hay que tener, dice ella.

Salgo al pasillo, me oriento, regreso a la clase y ocupo sigilosamente mi silla. El profe está leyendo un párrafo de un tocho así de gordo. Me le quedo mirando, fingiendo prestar atención a la lectura, al tiempo que digo para mis adentros vaya mierda de vida que te ha tocado, tío. En esto, aparece la vieja en la puerta, con la corbata en la mano. Perdonad un momento, dice él.

EDUARDO ESTRADA

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