Miguel y la burbuja
Llega con el vestido mojado, chancletas y, en la mano, la toalla doblada de cualquier manera. "¿Y Sonia y Albert?", pregunta mientras intenta desenredarse el pelo con los dedos. Miguel está leyendo frente al balcón, sentado en una mecedora. Los últimos niños gritan en la playa, se oye el tac tac monótono de las palas de una pareja que juega en la orilla, el lamento de una gaviota. Un ventilador gira perezosamente sobre sus cabezas. "Han ido a ver el partido", contesta. "¿Y tú?", vuelve a preguntar Celia sin interés. No espera respuesta y da media vuelta: "Me ducho".
Miguel oye el ruido de la mampara al abrirse, el estallido del calentador al encenderse en la cocina. Celia cierra los ojos bajo el chorro de agua tibia y siente el alivio sobre los hombros quemados por el sol, cómo la arena se desprende de sus tobillos. Se frota la cabeza con fuerza para quitarse la sal.
Entonces, aunque él ha entrado en silencio, ella nota su presencia. Está junto a la puerta, observándola. Y piensa que sería tan fácil. Una mano en su pecho blancuzco, recortado por el patrón impertinente del bikini. La otra en su vagina; ya se imaginaba que se rasuraría el pubis así, apenas la sombra del vello justo encima del coño, también blanco por cubrírselo. Podría besarla con saliva, empotrarla contra la pared, metérsela hasta el fondo. Está empapada.
La oye gemir cada noche en la habitación de al lado. No llega a jadear, gime igual que una niña. Miguel no sabe cómo gimen las niñas, pero cree que será algo parecido. La cama rechina. Solo cuando están a punto de acabar, Albert suelta un bramido. Se corre con todas sus fuerzas, como una bestia derrotada. Entonces Celia se ríe. Y luego bromean entre susurros y entre las sábanas. A través de la pared, aunque agudice el oído, Miguel no alcanza a descifrar lo que se dicen.
Con las otras no bramaba, piensa Miguel. Las demás podían chillar o jadear, insultarle o quejarse. Pero Albert siempre culminaba en silencio.
Hace un par de inviernos, Celia interpretó a una burbuja en un anuncio de Freixenet. Asegura que casi no se la ve, asoma por una esquina y se va corriendo con sus compañeras. Al contarlo con falsa modestia durante la cena, Sonia entornó los ojos y comentó: "sí, puede ser, la verdad es que me suenas".
Celia permanece muy quieta. El agua sigue golpeándola en los hombros, se desliza por su pelo, sus brazos, su pecho. Mira a Miguel impertérrita, la mampara abierta. Hace más de veinte años que Albert y Miguel son amigos. A ella Miguel le parece un poco raro. Es alto, grandote, y actúa como si el mundo estuviera en deuda con él. Celia no sabe si lo soportará un mes entero. Hay algo en él que no le gusta, pero no se atreve a comentárselo a Albert. "¿Por qué nunca baja con nosotros a la playa?", le preguntó el segundo día en el apartamento. Albert se encogió de hombros, "él sabrá".
Sonia y Miguel también follaron la primera noche. Fue un polvo rápido, para llenar el cupo, que no se diga. Ya casi no se acuestan juntos. En Navidad cumplirán ocho años y brindarán con cava. Celia está muy buena, completamente desnuda, expuesta bajo el agua. Miguel tiene una erección tremenda.
Celia sabe que tendría que preguntarle: "¿Qué haces?". Pero no articula palabra. En cambio, cierra el grifo muy despacio. Miguel titubea, da un paso hasta el lavabo y, con un gesto robótico, agarra su cepillo de dientes. Lo estruja en el puño y sale del baño mientras musita algo sobre el alioli del mediodía que Celia no entiende.

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