El padre de la novia o Eurídice en Lorquilandia
Hará dos años, el director inglés Bijan Sheibani y su compañía (ATC) nos presentaron The Brothers Size, de Tarrell Alvin McCraney, uno de los jóvenes leones (pantera negra, mejor) de la nueva dramaturgia americana. La semana pasada recalaron de nuevo en el Lliure / Grec con Eurydice para descubrirnos a Sarah Ruhl, joven leona de Illinois, que tiene un carrerón parejo: The Clean House fue finalista del Pulitzer 2005 y su obra más reciente, In The Next Room (The Vibrator Play), estrenada en el Lincoln Center y luego en el Lyceum de Broadway, recibió tres nominaciones en la última edición de los Tonys. Eurydice (2006) revela una voz intensa y original, con un onirismo delicado y poético. Y con sorprendentes aires lorquianos, en lenguaje e imaginería: el Lorca de Así que pasen cinco años y En el bosque de las toronjas de luna. Es un cuento, un cuento extraño, que parte del mito órfico para acabar narrando una poderosa historia de amor entre padre e hija, a caballo del recuerdo como fuente de dolor y de vida. Orfeo (Osi Okerator) y Eurídice (Ony Uhiara) son dos adolescentes bellísimos, un tanto aniñados. Orfeo sólo vive para la música. Eurídice habita en un mundo libresco ("la única gente interesante que conozco está muerta o habla francés") y no parece muy dichosa ante su inminente boda: "Las bodas son un asunto de padre e hija: dejan de estar casados ese día". El padre (el extraordinario Geff Francis) lleva unas semanas muerto, pero todavía viste su mejor traje, sigue bailando el jitterbug como un monarca del eterno reino de Tremé y puede escribir a su hija desde el inframundo: un lugar, cuenta, donde "la atmósfera es perfumada y el aire hace extraños sonidos, como el pitido de una tetera hirviendo". A diferencia de los otros muertos, el padre aún recuerda, lee y escribe porque no le sumergieron del todo en el Leteo. El día de la boda, Eurídice cae desde lo alto de un edificio y llega hasta el inframundo en un ascensor donde siempre llueve. En el inframundo comienza, como Lorca manda, el Teatro Bajo la Arena. Tres piedras guardianas -la Piedra Pequeña (Becci Gemmell), la Piedra Grande (Marsha Henry) y la Piedra Que Habla Alto (Ben Addis)- enseñan a Eurídice el lenguaje de los muertos, "tan suave y callado como patatas durmiendo en el polvo". La muchacha, sumergida en el río del olvido, comienza a perder nombres e imágenes. Tiene una última visión, muy à la Cocteau, del rostro de su novio contemplándola mientras moría: "Sus ojos eran dos pájaros negros que volaban hacia mí". No reconoce a su padre, al que toma por un portero de hotel, pero percibe en su voz un eco antiguo, que cosquillea en su piel y "huele como una fruta". Los tres guardianes amonestan al viejo: ha de hablarle en el lenguaje de las piedras para extirpar el dolor de su memoria. El padre transgrede otra norma sagrada: en el inframundo "no puede haber habitaciones", pero él le construye, con hilo rojo, una réplica de su cuarto infantil, y en esa habitación recreada le devolverá, poco a poco, palabras perdidas y viejas historias familiares. A cambio, ella le ayudará a recordar, mano a mano, nota a nota, la olvidada melodía de I got rhythm. ¿Y Orfeo? ¿Nos hemos olvidado de Orfeo? No, pero casi. Orfeo, como un inventor imaginado por Tim Burton, sigue empecinado en llegar hasta Eurídice con métodos enloquecidos y conmovedores: un libro enterrado, un gusano transportacartas, una canción perforadora. Conocemos también al Señor del Inframundo (Rhys Rusbatch), un niño malo que viaja en triciclo y adora el heavy metal: se ha prendado de Eurídice y quiere que sea su esposa. Es un personaje gracioso, sin mucho desarrollo pero con una frase que Lorca y Cocteau hubieran aplaudido: "Una canción son dos cuerpos muertos abrazándose bajo las mantas para entrar en calor". (Piensen sobre ello). Orfeo encuentra por fin el camino del Hades para recibir del Niño Malo la clásica admonición ("si miras hacia atrás, la perderás para siempre"), pero el reencuentro nos importa menos que la despedida del padre. "Ve con Orfeo", le dice, y le ofrece su brazo. No pudo llevarla al altar la primera vez y lo hace ahora, y su mirada es la de Spencer Tracy, y Eurídice le contempla con los ojos de Icíar Bollaín en El Sur. Como estaba escrito, Orfeo se vuelve y ella muere por segunda vez: muere porque no quiere abandonar a su verdadero amor.
Es un cuento, un cuento extraño, que parte del mito órfico para acabar narrando una poderosa historia de amor entre padre e hija
Sheibani y sus actores nos han contado esta historia como había que contarla: con los ojos de unos niños sabios, con la máxima claridad
Hasta entonces hemos vivido una aventura onírica. La tragedia empieza ahora. Ha empezado con el viaje al altar imaginario. Soberbia escena, pero las tres que siguen son más grandes todavía. Una: el padre, solo, ovilla en silencio la habitación de hilo rojo. Pide ayuda a las Piedras Guardianas: quiere olvidar a su hija, pero no sabe cómo. Las Piedras le dicen que se sumerja de nuevo en el río. Dice: no sé cómo llegar. Empieza a recordar. Enumera autopistas, carreteras secundarias: es el camino a su antigua casa. Junto a la casa roja, el río de su infancia, el reluciente Misisipi. Entra en él, sin moverse, y sus últimas palabras suenan como las de Hal 9000 al desconectarse, o como el piano eterno de Allen Toussaint. Dos: Eurídice, arrepentida, escribe una carta de adiós a Orfeo, con consejos para su nueva esposa ("ámale siempre, no hagas como yo"), y lentamente camina hasta encontrar el cuerpo de su padre junto al río, y se tiende junto a él. Tres (como un relámpago): se abren las puertas del ascensor, cae la lluvia, llega Orfeo, recién muerto, muerto de amor, no hace falta decirlo; Orfeo empapado por el agua que borra, sale, se cierran las puertas, cling. Sheibani y sus actores nos han contado esta historia como había que contarla: con los ojos de unos niños sabios, con la máxima claridad, sin oropeles externos, haciendo resonar la música del texto, y el humor y la magia de la aventura y dejando aflorar, lenta, la tragedia. Antes de cerrar, dos recomendaciones: corran a ver Delicadas, la preciosidad que han cocinado Alfredo Sanzol y las T de Teatre (Poliorama, hasta el 1 de agosto), y el estupendo y vivísimo montaje de La gaviota dirigido por David Selvas (Villarroel, hasta el 11 de julio).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.