Otro mundo es imposible, insisten
No sé si habrán caído en la cuenta, pero desde el reinado del emperador Reagan y el coetáneo derrumbe de las dictaduras post estalinistas, a la gente le resulta más fácil creer en el fin del mundo que en el fin del capitalismo. De modo que si Zaratustra se decidiera a salir de su caverna, donde ha permanecido mucho tiempo con su águila y su serpiente, y colocándose delante del gran astro (o de las masas, para variar) gritara "¡socialismo!", el eco teórica y mediáticamente inducido le respondería: "¡Gulag!" o "¡Pol Pot!" o "100 millones de muertos", como si grito y réplicas fueran ya para siempre lo mismo, y más vale resignarse a lo que hay porque no puede haber otra cosa, y toma ración extra de panem et circenses (ahora desde Sudáfrica). Mientras desde el G-20 se sentencia que nada debe cambiar (demasiado) para que todo siga (bastante) igual y los emergentes puedan llegar a ser como los ya emergidos -incluyendo a esos neocolonialistas chinos que (re)interpretan el socialismo como la más eficaz forma de explotación capitalista-, Slavoj Zizek (ahórrenme las tildes eslovacas, por favor), jaleado con ironía post-post moderna como The Elvis of Cultural Theory o The Most Dangerous Philosopher in the West (ahórreme la traducción), continúa su gira veraniega por los escenarios europeos, desplegando sus brillantes juegos de artificio y sus paradojas dialécticas en las que se hermanan Lacan, David Lynch, Lenin y Homer Simpson. Su último libro, Living in the End Times (Verso, 20 libras), vuelve a agitar el cóctel políticamente incorrecto que gusta a siniestra, con ideas siempre refrescantes (y discutibles) y frivolidades cultas que entran como un gimlet a 38 celsius a la sombra. No está mal para empezar, pero si esto sigue así, todo seguirá lo mismo: quod erat demonstrandum.
Amigos
Si la selección española y Zapatero ganan el Mundial conseguiré un montón de beneficios. Vamos a ver: una conocida cadena de electrónica en la que cada vez que compro algo me siento realmente estúpido me devolverá el importe de lo gastado; mi sucursal bancaria me concederá una remuneración "extraordinaria" sobre las rentas de no sé qué depósito; desaparecerán de los balcones las banderitas rojigualdas que aguirrizan aún más (si cabe) el paisaje madrileño con una ola de nacionalismo español sobrevenido (como si no tuviéramos bastante con los periféricos) que no se recordaba desde el affaire Perejil; se conjurará el peligro de que la euforia futbolera, que también se contagia, pueda sugerirles a ciertos imanes caciquiles y/o mafiosos promover el color rojo (el de la selección) en el burka, "esa prenda infame" según Jean Daniel, que constituye la cárcel portátil que algunas mujeres musulmanas "eligen" habitar. Pero, por encima de todo, si España (¡España!) y Zapatero ganan el Mundial, recuperaré a los amigos (y a muchas amigas), ahora encerrados en -y abducidos por- esa especie de burka mediático que son las retransmisiones futboleras. Sin ese sentimiento de exclusión que supone el generalizado silencio telefónico (conozco a varios que entran en capilla cada tarde, desconectando el móvil y desoyendo los apremiantes mensajes que dejo en su contestador) no podría haberme sumergido en una relectura y una lectura tan provechosas como dieciochescas y refrescantes. La primera corresponde a Manon Lescaut, del Abate Prévost (varias ediciones en español), un clásico libertino al que vuelvo de vez en cuando y que despertó mi curiosidad cierto día de mi adolescencia en que sorprendí a mi padre escondiéndolo tras su espalda cuando entré en la habitación en que estaba leyéndolo (demasiado tarde: ya había vislumbrado su cubierta). La lectura (primeriza) ha sido todo un descubrimiento: Memorias del célebre enano Joseph Boruwlaski, gentilhombre polaco (Lengua de Trapo) nos revela la singular peripecia de un ser humano que supo sacar partido a su déficit de somatotropina, convirtiéndose en un observador privilegiado y muy particular (miraba de abajo arriba) de la aristocracia europea durante varias décadas (murió en 1837 en Durham, Inglaterra, a los 97 años). De vez en cuando, mientras leía plácidamente repantigado en mi sillón de orejas (con el ventilador en la posición III) me sobresaltaban los alaridos que se colaban por las ventanas cuando había gol o (¡uyyyyyyyyyyyy!) podía haberlo habido. Menos mal que, con la victoria, todo eso terminará y los amigos volverán a su ser. Entonces leeré menos.
Dandi
Puedo imaginármelo en el tórrido verano malagueño ataviado con su impecable terno blanco y su pajarita, con una insultante flor roja en el ojal y rodeado de milicianas anarquistas enfundadas en sus monos azules, en aquellas semanas de borrachera revolucionaria que siguieron al levantamiento faccioso. El llamado don Pedro por sus amigos del barrio de Santa Lucía, y dandi rojo por la derecha, era Sir Peter Chalmers-Mitchell (1864-1945), que nació escocés e hijo de reverendo, se doctoró en ciencias y leyes en el apogeo de la era victoriana, y fue nombrado caballero de la Orden del Imperio Británico por sus méritos científicos y su brillante ejecutoria como secretario de la Zoological Society of London (cargo en el que fue sustituido por el no menos eminente, pero más conocido, Sir Julian Huxley). Sir Peter, que había llegado a Málaga por primera vez en 1927 -un buen año para la poesía y, todavía, para el precursor Primo de Rivera-, decidió hacer de la Costa del Sol la Arcadia de su merecida jubilación. Pero solo pudo quedarse hasta su expulsión en febrero de 1937, cuando salió para no volver nunca del idealizado paraíso convertido ahora en infierno represivo. Mi casa en Málaga (Renacimiento) recoge sus, digamos, "memorias españolas": su visión (incluyendo tópicos y prejuicios) de este país y de sus gentes, sus relaciones con otros compatriotas expatriados, como Brenan o Koestler (con quien compartió trena fascista y con el que discutió abundantemente a cargo de la conversión al anticomunismo del antes furibundo estalinista), su amistad con Sender, su opinión sobre el comportamiento de unos y otros en esos primeros meses que transcurrieron entre el "alzamiento" y la toma de la ciudad y el consiguiente desencadenamiento de la espantosa orgía de sangre y venganza que saturó de cadáveres las fosas comunes del cementerio de San Rafael (¡ah, la memoria histórica!). Las opiniones políticas de Sir Peter, básicamente cercanas al campo revolucionario (lo que no impide que protegiera a la familia Bolín), interesan sobre todo como retrato psicológico y moral de un singular personaje que, enfrentado a aquellos terribles acontecimientos, simpatizó paradójicamente con el campo más lejano a su educación y a sus intereses de clase. Su mirada, por distintos motivos "exótica" y no exenta de ocasionales anteojeras, funciona como la de un viajero lejano que nos hablara de un mundo más nuestro que suyo, pero del que apenas existen supervivientes. Y del que, sin embargo, todavía sobreviven agravios (colectivos) abiertos y fosas (comunes) cerradas.
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