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Columna
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La pesca de la sardina

Pues bien. A mi regreso de Durban (no hay como volver a casa para que la Roja mejore) me encontré así de plano con una de esas andanadas estivales que me dejaron de nuevo perplejo ante la condición humana: pescar sardinas con dinamita. Aunque la práctica resulta de sobra conocida y es frecuente en los grandes pescadores (se habla aquí por igual de gallegos que de chilenos o japoneses) no resulta menos dolorosa. Al hilo de la información con su oportuno correlato judicial se me atragantó sólo de pensarlo que la culpa era del San Xoán, porque, como ustedes saben, "por San Xoán a sardiña molla o pan", y se celebran centenares de sardiñadas colectivas en esas playas a las que hace poco concedieron los dones de la bandera azul. Peor les fue a los fiesteros que se arrojaron en masa a Castelldefels a celebrar esa noche de pirotecnia y profundas mitologías mediterráneas y que cruzaron temerariamente las vías. En cualquier caso ya se trate de Riazor, Playa América, la Costa Brava o el Peloponeso, parece que el mundo suele girar en torno a las mismas consignas en su adocenada obediencia a las ceremonias colectivas: sardiñas por San Xoán, bacalao en Navidad, carnero en las fiestas patronales, cachelos todo el año, leyes inexorables de la gastronomía que mueven los precarios cimientos de eso que los estadistas de tierra firme han dado en llamar "sostenibilidad".

Faenar con explosivos es una triste metáfora que afirma la impunidad de las leyes del mercado

¿Sostenibilidad en una economía de mercado? Pregúntenle a BP, a Steve Jobs, a los indios de Mittal, a los magnates rusos del aluminio y del uranio. ¿Cumbres climáticas dirigidas por quienes más han contaminado el planeta? Quizás tenga razón Evo: a los europeos se nos cae el pelo con tanto pollo transgénico, entre otras mutaciones. O sea que pongámonos en la piel de un patrón de Vigo o de Rianxo, de Marín o de Muros, dicho sea sin eximirle un ápice de la brutalidad cometida, que sabe que el precio de las sardinas tiene también su San Xoán y que la demanda del pescado azul se multiplica por cien esos días de hogueras que señalan el comienzo del verano.

Vivimos mal que nos pese en una sociedad donde la censura más cruel la imponen las leyes del mercado. Viene siendo así desde que Adam Smith fundó los cimientos teóricos del liberalismo con aquella famosa sentencia del "laissez faire, laissez passer". Ocurre lo mismo desgraciadamente con las sardinas, con la leche, con los tomates, con los automóviles y, permítanme decirles, con los libros. Hace ya tiempo que la industria conservera y la industria editorial se parecen en algo: lo que no vende no existe, sólo lo que vende tiene valor aunque haya que explotarlo con dinamita. Así pintan las cosas en un momento en que, repito, las ceremonias colectivas se transmiten mucho más eficazmente que la gripe A, ahí está sin ir más lejos el caso de los sindicatos que están haciendo una compra grande de vuvuzelas para los días de huelga general que se avecinan en el calendario.

La pesca de la sardina con dinamita es así una metáfora triste, una de esas situaciones que pueden conducir al filósofo al borde del suicidio, pero que afirman tristemente la impunidad de las leyes del mercado en las que transitamos. Todo vale. Todo se vende. Todo tiene su defensa. Todo encuentra su nicho de mercado. O sea que si las sardinas no son de Rianxo ya vendrá alguien que las venda como tal o si el pimento no es el de Herbón, qué importancia tiene en este mundo transgénico de cocina rápida y de memoria corta.

Recuerdo hace muchos años que alguna pariente cercana denigraba de una marca conservera de sardinas enlatadas diciendo "Son de Melilla" como si aquella denominación fuera por sí misma un tabú para cualquier paladar humano. Desde hace años la geografía del producto se ha ensanchado tanto que parece un Mundial: Chile, Holanda, Perú, Namibia o Mozambique puede aparecer en cualquier precinto sin que por ello nos alarmemos. Hemos adquirido al mismo tiempo mucha cultura universal y muy malas artes. Es el mundo global. San Xoán, que nos hacía lavar la cara con hierbas aromáticas para saludar al solsticio con un semblante puro, pesca ahora con dinamita en los mares de la mercadotecnia.

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