Lucrecia Bori: toda una diva
El cincuentenario del fallecimiento de Lucrezia Bori (1887-1960) culminó con un concierto que sucede a la conferencia de José Doménech Part y a la exposición comisariada por Giuseppe de Matteis. La cantante (llamada en realidad Lucrecia Borja y nacida en la valenciana calle de Pelayo) fue una de las divas del Met neoyorquino, después de afianzar su carrera en importantes teatros de ópera europeos: Châtelet, San Carlo y la Scala, entre otros. Curiosamente, nunca actuó como profesional en España. En la exposición pueden verse fotos suyas con personajes tan dispares como Richard Strauss, Enrico Caruso, el maestro Rodrigo o Marlene Dietrich.
Ana Mª Sánchez fue la voz solista para este homenaje. Mostró de nuevo un instrumento amplio, con squillo en todos los registros, así como una inteligente utilización del fraseo. Del variado panel de autores interpretados (seis, más la propina de Francesco Cilea), sobresalió, sin duda, la lectura de Verdi. No es la primera vez que se percibe, en la soprano de Elda, una direccionalidad muy clara hacia este compositor. Tiene que ver, desde luego, con el carácter específico de su voz, pero no es ese el único factor. El viernes, la Canzone del Salce se dijo con toda la variedad de registros expresivos que exige. Desde la angustia hasta la serenidad, desde la unción religiosa hasta el temor, desde la añoranza hasta el oscuro presentimiento. Director, orquesta y público la siguieron, seducidos, en ese complejo trayecto.
HOMENAJE A LUCRECIA BORI
Ana Mª Sánchez, soprano. Orquesta de Valencia. Director: Miguel A. Gómez-Martínez. Obras de Mozart, Massenet, Verdi, Mascagni, Dvorák y Puccini. Palau de la Música, Valencia, 25 de junio de 2010.
Estuvo algo fría, sin embargo, en el Mozart inicial, mejorando mucho con Massenet, Mascagni y Dvorák (elaboró unas medias voces preciosas para Rusalka). Fue en Puccini donde encontró mayores dificultades, no tanto en Manon como con Mimí y Liú, cuyo carácter parece escapársele. Su instrumento, por otra parte, sonó con más dureza que antes.
Miguel Ángel Gómez-Martínez consiguió de la Orquesta de Valencia un ajuste modélico y un sonido límpido en la obertura de Las bodas de Fígaro. Las otras páginas variaron: Nabucco resultó algo superficial, muy en su punto el intermezzo de Cavalleria Rusticana, y bastante menos refinado El Aquelarre de Le Villi. Acompañando a Sánchez, sin embargo, batuta y agrupación mostraron tablas, intuición y delicadeza en todo el programa.
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