Saramago: un prólogo poco conocido
José Saramago era un hombre machadiano. Su bondad infinita, su sencillez, su humildad, se traduce en multitud de actos a lo largo de toda su vida.
Una expresión desconocida de esa humildad para el gran público, pero inolvidable para quienes la vivimos, fue un gesto sencillo con unos autores que tuvimos la osadía de pedirle la redacción del prólogo para el libro que queríamos publicar. La sorpresa nuestra fue cuando, semanas después, recibimos en el correo electrónico un texto firmado nada menos que por el mismo José Saramago. El libro, titulado De volcanes llena: Biblioteca y compromiso social (Gijón, Trea, 2007), trataba sobre el compromiso social de los bibliotecarios,
Tal vez por eso, por ser un libro donde se habla de compromiso y de bibliotecas, o quizá no, quizá simplemente por ser un libro de autores desconocidos e idealistas, nuestro autor no puso obstáculo alguno para escribir ese prólogo memorable.
En él nos habla de sus aventuras en el Paraíso perdido de John Milton o sus andanzas con un tal Alonso Quijano por los campos de Castilla y sus peleas a muerte con gigantes, cuyos brazos no cesaban nunca de girar estrepitosamente como aspas de molino esparciendo el mal por doquier.
Historias que había vivido en las páginas de los libros que leía en la biblioteca de la vieja Lisboa de los años treinta. "Un lugar -nos cuenta Saramago en este prólogo- donde el tiempo parecía haberse detenido, con estantes que cubrían las paredes desde el suelo hasta casi el techo, las mesas con sus pequeños atriles, a la espera de lectores, que nunca eran muchos (...). No puedo recordar con exactitud cuánto duró esta aventura, pero lo que sé, sin sombra de duda, es que si no fuese por aquella biblioteca antigua, oscura, casi triste, yo no sería el escritor que soy. Allí comenzaron a escribirse mis libros".
Saramago era un hombre bueno por su lucha a muerte contra molinos gigantescos de aspas mortíferas, por su compromiso con los más necesitados, por el anhelo y el combate sin tregua contra la ceguera, por un mundo decididamente distinto. Por eso, José Saramago era bueno, era mejor, un hombre imprescindible.
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