La pequeña (y no tan pequeña) memoria
"Me interesa lo que llamo la 'pequeña memoria', una memoria emocional, un conocimiento cotidiano, lo contrario de la Memoria con mayúscula que se preserva en los libros de historia. Esa pequeña memoria que para mí es lo que nos hace únicos es extremadamente frágil y desaparece con la muerte", reflexionaba el artista francés Christian Boltanski. Hablaba de los recuerdos particulares borrados por la Historia, cierta estrategia que se pone de manifiesto en sus frecuentes reflexiones sobre el Holocausto que, a lo largo de los años, han ido tomando forma de instalaciones -un lugar excepcional para replantear las contradicciones implícitas en la escenificación del trauma y la falsedad de la autentificación y, como repiten algunos de mis amigos judíos, las propias contradicciones del artista francés en sus escenificaciones del duelo-.
En cada una de sus obras -presentadas como documentos de personajes anónimos al estilo de los museos del Holocausto- hay algo autobiográfico. Como niño judío, cuenta, ha oído hablar desde siempre de la Shoah y está rodeado desde su infancia por supervivientes. Así, en 1968 empieza a reconstruir una infancia inventada llegando incluso a organizar ciertos álbumes familiares habitados por imágenes de personas distintas, ninguna de ellas Boltanski. Sea cierto o menos, lamenta no tener fotografías de su infancia. Quizás por eso llena el mundo de fotos y de cajas con nombres y fotos, los desparecidos -él mismo como desaparecido quién sabe-, para rellenar los huecos.
"Entre los artistas o escritores nacidos en Francia durante la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo para los artistas judíos como Perec y Boltanski, el souvenir d'enfance de Proust o Barthes parece haberse convertido en un significante vacío, un territorio para identidades asumidas y sensaciones inventadas", explica Marjorie Perloff, recordando a uno de los escritores favoritos de Boltanski, George Perec, quien en W o el recuerdo de la infancia (Aleph Editores) explica cómo hasta los doce años más o menos su historia son un par de líneas.
En Personnes, el nuevo proyecto para Monumenta, la cita anual parisiense del Grand Palais equivalente al encargo de la sala de Turbinas de la Tate, Boltanski ha vuelto a hacer una de sus trampas deslumbrantes: apela a nuestra sentimentalidad y no a nuestros sentimientos. En el espacio ha colocado -de nuevo- esa ropa usada que tan a menudo utiliza y ha llenado el fondo de un sonido indescifrable que no es sino el latido de 15.000 corazones. El sonido se conservará luego en una isla perdida, corazones que, con el gusto por lo morboso del artista, seguirán latiendo una vez muerto el propietario. Cualquiera puede grabar su corazón: la maniobra se realiza desde una curiosa asepsia clínica.
Salgo de las salas turbada y ambivalente -me pasa siempre con Boltanski-. No quiero que me impresione porque me han explicado que se trata de una trampa: "Es un falso duelo. No deja que la herida cierre. No permite hacer el duelo. ¿No ves cómo juega contigo?", repite mi amigo taxativo, apelando a la autoridad de Freud.
Lo recordé al entrar en el Pabellón de los Niños del sorprendente Museo del Holocausto de Jerusalén del que salí, como esta mañana fría del Grand Palais, temblando. Me recordó a Boltanski y sospeché que algo malo debía estar pasando en Boltanski y el Museo del Holocausto si para hablar de una cosa tan seria como la Shoah el arte y el documento andaban tan cercanos en sus estrategias de representación. Me recuesto en el sofá de mi amigo, bebo un sorbo de té verde y no me atrevo a decirle que, otra vez, Boltanski me ha impresionado, aunque sepa que hace trampa y que no debe gustarme. Maldita escenografía del duelo. Malditas y eficacísimas escenografías del duelo.
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