Puro teatro
Ir al teatro, hasta hace poco, era como ir a visitar a los parientes pobres de la familia de los cómicos. Los teatros despedían un aire decadente; a su pobretona infraestructura se sumaba el aroma a alcanfor que emanaban los abrigos de piel de las señoras que, del brazo de maridos reticentes, eran los únicos espectadores en la función del domingo. El público parecía tan a punto de morirse como ese mismo arte, que en unos casos mostraba un costumbrismo de tresillo y en otros una vanguardia plúmbea. Con la única excepción de Barcelona, el teatro español era un ser agonizante. Pero algo ha ocurrido. En la última semana he asistido a dos obras: Un dios salvaje, que llenaba hasta la bandera el enorme cine Gran Vía, y otra de carácter alternativo, Sí, pero no lo soy, en una salita del María Guerrero. Mi afición por el teatro viene de antiguo. A sus detractores, a los que en los ochenta opinaban que se trataba de un arte destinado a morir asfixiado por el naturalismo del cine, siempre les decía que al teatro hay que ir muchas veces, porque el porcentaje de ver una experiencia emocionante es bajo, pero cuando ocurre no hay nada que pueda igualarlo.
Cuando los peliculeros se aventuran a afirmar que España desprecia a sus cómicos, yo siempre pienso en esos teatros a los que el público acude, sin prejuicios, a disfrutar de esos actores que no consiguen llenar las salas de los cines. Debe haber una explicación artística: lo que se está contando en el escenario interesa más, pero hay también una razón conectada al curso de los tiempos. El cine se puede llevar a casa, pero la presencia real es una experiencia única. De pronto, descubrimos algo insólito: las nuevas tecnologías conviven de maravilla con lo artesanal. Es la venganza del pariente pobre. Ese pariente al que, como se queja menos, ignoramos con frecuencia. Suele ocurrir.
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