El ladrillo de Forges
Las luces de la sala no se apagan hasta pasados unos cinco minutos de acción mímica de un solista. Después se juega a apagarlas cada cierto tiempo, no aleatoriamente, sino en juego con los aforamientos de los artistas, a la manera de Forsythe en Step-text. Unas hileras de tubos de neón a la altura del peine desnudo dan un aire fabril y descarnado. Hay un dosel iluminado (ya lo hizo León Bakst en Sheredzade por primera vez: "dais dans le coulisses" se llama) de efecto potente, opresivo como plástica. La textura del cotidiano sólo se admite en la indumentaria y en la persecución bestialista, de reto y fuga consentida. Hay una cierta laxitud provocadora como anticlímax (muy indie) que se corona cuando la mujer intenta cantar, un chico intenta gritar, otro prueba a gesticular: fracasos.
THE SONG
Coreografía: Anne Teresa de Keersmaeker. Escenografía: Ann Veronica Janssens y Michel François. Vestuario: Ann-Catherine Kunz. Teatros del Canal.
14 de noviembre.
Las onomatopeyas y las imitaciones de pájaros son la música de 'The song'
The song dura casi dos horas. No hay música. Ya Jerome Robbins (en un experimento poco divulgado) y Hans van Manen, con Ensayo en silencio, propusieron coreografías sin acompañamiento musical. No es éste el caso, donde onomatopeyas y la imitación de pájaros son su particular banda sonora. Se logran identificar peculiares graznidos de la avutarda y el somormujo; de lejos también el trino del colibrí (¿o será del vencejo?).
Son nueve hombres y una mujer. Salvo uno o dos casos, no tienen morfología estándar de bailarines, podían venir de otras disciplinas, y de hecho, su manera de moverse así lo atestigua. Evidentemente, el movimiento no está reglado, sino sugerido en lo direccional y con vocación de la amplitud planimétrica; está presente la obsesión del metrónomo mental en algunos dúos y secuencias de individuo versus grupo. No hay sinapsis, sino pulcro acercamiento magnético que acelera la sensación estética de fundido (en el sentido conceptualizado de Baudoin y Gilpin).
Una performer se ata micrófonos a tobillo y muñecas, hace susurrar el suelo y percute el chapín en el linóleo. Ya lo experimentó Joaquín Cortés en Roma en contraposición al suelo acústico: poco juego. Después se repite la operación con una zapatilla de caucho: indiferencia. La escena resulta doblemente tiranizada y viene a cuento aquella viñeta de Forges donde la metáfora es un ladrillo, muchos ladrillos.
Habría que ver esta obra dos o tres veces seguidas (este crítico se reconoce débil ante tal empeño) para penetrar en la atomización voluntaria del propio código que parece haber emprendido la coreógrafa belga, ya que arrastra en una visión de conjunto las claves expositivas y dinámicas, las difumina, lo que permiten calificar esta obra como fallida. El público estuvo ejemplar y rozando estoica postura, casi en la misma actitud entregada (y perpleja) que, relata Julio Cortázar, tuvo Oliveira en el capítulo 23 de Rayuela al asistir al concierto de Berthe Trépat.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.