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Laboratorio de ideas
Columna
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Estrategias de salida: mejor sin prisas

Emilio Ontiveros

La coincidencia es amplia: es pronto para abandonar las excepcionales políticas aplicadas por la mayoría de los gobiernos en el tratamiento de la crisis económica más severa desde la Gran Depresión. Los estímulos monetarios y fiscales han de mantenerse porque los riesgos de recaída no han desaparecido y, en todo caso, las tímidas señales de recuperación del crecimiento en algunas de las más importantes economías del mundo van a seguir coexistiendo con aumentos del desempleo. No hay prisas para aplicar "las estrategias de salida". Un mensaje tal es suscrito por el BCE, FMI, la OCDE y el reciente cónclave de los ministros de Finanzas del G-20. La pertinencia de esa recomendación es de particular relevancia para economías que todavía no han iniciado la senda de la recuperación, como la española.

La recesión tardará más en superarse en España, que seguirá teniendo una tasa de paro más alta

Importadas del lenguaje militar, aunque también de muy frecuente uso entre los inversores en capital riesgo, la disposición de "estrategias de salida" hace referencia a la necesidad de tener previstas las vías de abandono de una situación necesariamente transitoria antes de que sea demasiado tarde. La valoración del papel de la Administración estadounidense en la guerra de Vietnam fue probablemente el ámbito en el que más se empleó esa expresión. La referencia en nuestro caso está vinculada básicamente al momento y a las formas en las que reducir el grado de activismo de las políticas económicas de emergencia en las principales economías con el fin de compensar los devastadores efectos de la crisis financiera.

Se trata de que el mantenimiento durante más tiempo del necesario de los estímulos monetarios y presupuestarios no genere efectos contrarios a los deseados. El temor inicialmente más explícito era a la generación de tensiones inflacionistas o a una posición de las finanzas públicas insostenible; el menos confesado de esos temores es a que las instituciones públicas se queden demasiado tiempo instaladas en el terreno privado, legitimadas por los favorables efectos conseguidos. Lo que efectivamente evitó repetir un cuadro similar al de la Gran Depresión ha sido sortear el error de la inhibición que entonces cometieron la mayoría de los gobiernos.

Nunca tantos gobiernos y bancos centrales de forma simultánea habían desplegado intervenciones tan agresivas con el fin de eludir algunas de las consecuencias del colapso del sistema bancario global. Además de la nacionalización de numerosos e importantes operadores financieros en EE UU y Reino Unido, las economías con mayor desarrollo financiero del mundo, los recursos de los contribuyentes también se han utilizado en esos y otros países para fortalecer la base de capital de bancos y compañías de seguros. La finalidad de esa inicial socialización de los destrozos no era ayudar a los accionistas de esas empresas, sino evitar males peores: que la paralización de los sistemas crediticios de las economías asfixiara a sus sectores reales, con nefastas consecuencias sobre el empleo.

En la dirección de las políticas macroeconómicas, la excepcionalidad no ha sido menor. Los bancos centrales han bajado sus tipos de interés de referencia hasta niveles próximos a cero y han aumentado el tamaño de sus balances tras la instrumentación de actuaciones poco convencionales, como las compras de activos financieros y mediante programas de financiación específicos destinados a la restauración de la circulación crediticia.

Los estímulos a través de los presupuestos públicos (mayoritariamente mediante programas de gasto adicionales a los generados por la entrada en funcionamiento de los estabilizadores automáticos) han sido igualmente generalizados y excepcionales. Los ministros de Finanzas del G-20 acaban de admitir que los planes de recuperación han alcanzado los cinco billones de dólares (cinco trillion) en todo el mundo.

La emergencia de indicadores favorables en algunas de las economías, cuyos gobiernos estimularon más intensa o acertadamente la demanda agregada, ha renovado esa presión para que las autoridades inicien la retirada. Pero esos indicadores en modo alguno pueden asumirse como expresivos de alejamiento de todos los riesgos. Desde luego, no de los derivados de la inestabilidad financiera. La salud de los sistemas bancarios más importantes del mundo no es tan precaria como hace justo un año, tras la convulsión generada por la quiebra de Lehman Brothers, pero los resultados de los operadores financieros seguirán cuestionando la suficiencia del capital necesario en algunos países de la OCDE. Y ello a su vez condicionará la definitiva normalización de los mercados de crédito.

Las tasas de crecimiento del PIB en el segundo trimestre de las principales economías del mundo (Japón, Alemania, Francia e incluso EE UU) permiten afirmar que lo peor ha pasado. China es la gran tracción de esta recuperación gracias a una agresividad sin parangón de sus autoridades no sólo en los muy generosos planes de estímulo presupuestario (con masivas inyecciones de inversión pública), sino en las rápidas decisiones de aumento del crédito a las pequeñas y medianas empresas. Ésta es probablemente la economía que en mayor medida debería empezar a preparar la aplicación de algunas "estrategias de salida". Para las demás, desde luego, no ha llegado el momento.

Es cierto que los peores errores que la historia aporta en la gestión de las crisis son los asociados a la tardía e insuficiente adopción de medidas y la prematura bajada de la guardia. Ello conviene tenerlo muy presente al observar que en ninguna de esas economías que ya han podido abandonar la recesión en sentido estricto puede anticiparse el fin del deterioro del empleo. La coexistencia de señales de recuperación de la actividad con aumentos en el paro hasta niveles sin muchos precedentes conforma esa "tercera fase" de la crisis, según caracterización del FMI. Las dos primeras fueron la crisis financiera y la consecuente crisis económica.

Donde las dudas deberían ser todavía menores es en España. A diferencia de esas economías de referencia, en la nuestra la recesión tardará más en superarse, al tiempo que la tasa de paro seguirá siendo de las más elevadas de la OCDE. La estrecha asociación entre paro y deterioro de los balances de las entidades bancarias va a demorar en mayor medida que en otros países la normalización de la inversión crediticia. El resultado de todo lo anterior es que el déficit público seguirá en ascenso, superando claramente el 10% del PIB.

Admitir esas dificultades diferenciales es la condición necesaria para disponer de acertadas políticas de salida de la crisis. Minimizarlas es tan innecesario como convertirlas en arma arrojadiza en la lucha política, precipitando una inadecuada orientación de la política fiscal o el abandono prematuro de los estímulos que deberán seguir emanando de los presupuestos públicos con el fin de reducir el impacto del creciente desempleo. A los mercados de bonos públicos a los que, al igual que los demás gobiernos, apela el Tesoro español no parece preocuparles demasiado un déficit sobre el que nadie duda que, independientemente del partido político que gobierne, existirá una estrategia de salida. Lo que sería un error es precipitar ahora su corrección y con ello aumentar esa vulnerabilidad diferencial de la economía española. Convenir en programas de inversión que, además de permitir reasignación de empleo, faciliten la transición a una economía más diversificada y moderna es un propósito no menos susceptible de convenir ampliamente que otros en los que se juega el bienestar de los ciudadanos de forma no menos amenazadora.

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