LOS ASESINOS
Los hay que al pasar por la calle de Los Asesinos cerca del campo de Santo Stefano sienten miedo por ellos mismos, aunque hace mucho que no se cometen crímenes allí, y los hay que al cruzar esta callecita veneciana sienten miedo por los demás, temiendo ser capaces de cometer un crimen. También hay unos desdichados terceros que agachamos la cabeza seguros de ser reconocidos ya como criminales.
De los crímenes cometidos en la imaginación se guardan celosos registros desde el principio de los tiempos y resulta difícil encontrar un viajero sensato que escape a la sombra de la culpa. ¡Si ya en la infancia nos escondemos sin haber hecho aún nada!
No hay niño que al escuchar su nombre en boca de la autoridad de sus adultos no contenga la respiración por un segundo esperando un castigo. Lo mismo en invierno que en verano, pues siempre se está demasiado cerca del mar, o demasiado alto en la roca, o se ha comido demasiada tarta o poco estofado. Se han tocado las cucharitas de plata, por más que no se robara ninguna, o se ha visto por la puerta entreabierta lo que no estaba permitido. Los crímenes se multiplican con la edad y siempre hay una patada a destiempo a la mascota de la casa por más que hasta entonces y después se la haya cuidado con esmero. La adolescencia entera se guía siguiendo el mapa del deseo que no reporta ningún bien a los demás, y de la propia satisfacción o de ese anhelo, nacen las culpas de la edad adulta. Es tan egoísta querer sacar provecho del cuerpo de la mujer amada que se avergüenza uno de sólo pensarlo y qué decir de las glorias del oficio que se buscan con el único objetivo de satisfacer nuestro orgullo y enriquecer el bolsillo. Nada bueno se hace en una vida por el bien ajeno y hasta en el cuidado amoroso de los hijos se invierten buenas dosis de ambición y avaricia, de ahí que en un descuido los llamemos tesoros. No hay cariño por ligero que sea que no arrastre una condena. Nuestra felicidad nos lleva a planear robos de guante blanco en el corazón de los otros. Decimos mi vida, para referirnos a quienes más amamos, hurtando ya lo que sabemos que no puede pertenecernos. Incluso en los placeres más sencillos no buscamos sino la propia alegría.
¿Qué hacemos bajo el sol o entre la nieve sino tratar de divertirnos? Cuántos hemos confundido el bienestar con una causa noble. Hay quienes eligen féretro antes de morir, para presumir entre los vivos de esa última elegancia.
No debemos extrañarnos entonces si al atravesar con paso rápido la calle de Los Asesinos, cerca de San Stefano, bajamos la cabeza, sabiéndonos culpables de los crímenes cometidos.
Sólo quien no haya amado nunca a nadie, ni a sí mismo, puede levantar la frente y presumir de su inocencia en calles como ésta.
Ray Loriga es autor de Ya sólo habla de amor (Alfaguara).
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