Todas las preguntas tienen sus respuestas
Desde su atalaya de salvavidas lo vio entrar al agua, oyó esa voz odiada exclamando que estaba fría y, lo peor, la otra voz, la inolvidable, resistente a la juerga para olvidar y a la resaca que la confirmaba como lo mejor de su memoria. Ella lo animaba entre risas para que nadara hasta la balsa y prometía seguirlo.
Protegido por la impunidad de las gafas de sol giró la cabeza y la buscó en la playa. Ahí estaba, bella como siempre o más hermosa que nunca, con esa piel color miel que hacía del sol un monógamo ardiente cuyos rayos eran sólo para ella. Se mordió el labio inferior y volvió a mirar a los bañistas.
El hombre en el agua daba las primeras brazadas, nada bien, acompasadamente, sabía medir su fuerza y recordó que así lo había visto por última vez, alejándose mientras él intentaba liberarse de la red que se le había enredado en las piernas. El muy cabrón ignoró sus llamadas de ayuda y cuando la zódiac de la pasma llegó hasta donde estaba, lo encontraron flotando asido a un bulto de costo envuelto en hule negro.
Durante varios años fueron dos colegas que se sentaban en la arena al anochecer y esperaban los destellos convenidos que les llegaban desde el mar. Entonces se metían al agua y nadaban codo a codo hasta los bultos de costo que otros hombres dejaban flotando a la deriva y se alejaban en sus veloces lanchones. Sin que mediaran palabras o contrato, habían sido leales el uno al otro, y en los dos largos años que estuvo en chirona no dejó de pensar si él no habría actuado de la misma manera. Era una duda que dolía, porque no tenía respuesta.
Nadaba bien el hombre, sus brazos vigorosos hendían el agua, pero cuando le faltaban unos diez metros para alcanzar la balsa vio que perdía el compás de las brazadas. Pensó que tal vez era cansancio, las noches de juerga pasan factura, y ella sabía hundir a su hombre en el mejor cansancio, en la más dulce fatiga.
El grito de auxilio hizo que los bañistas salieran apresuradamente del agua. Fue un grito breve, y desde su atalaya lo vio manotear, hundirse, salir de nuevo a la superficie con el rostro desencajado de pánico, y vio también las caras angustiadas de los bañistas que lo miraban suplicantes, indicándole que era el único dios capaz de hacer el milagro de salvar a ese desdichado. Y ella también lo miraba, con sus hermosos ojos color mar anegados de lágrimas parecía pedirle perdón por algo que no podía perdonar.
Se incorporó, giró el cuerpo, bajó el pie izquierdo hasta tocar el primer peldaño y, entonces, lo más cercano al placer sacudió su cuerpo mientras la planta del pie resbalaba, enseguida la pierna hasta la rodilla entraba en el rectángulo de aire que había entre la plataforma y el primer peldaño, y su cuerpo caía hacía atrás entre los gritos de los bañistas.
Quedó colgando boca abajo, algunos gritaban que se había roto la pierna, otros se encargaron de sacarlo de esa posición absurda y lo tendieron en la arena.
En los ojos de la mujer no vio ni amor ni odio, pero sí la respuesta a la pregunta que se había hecho tantas veces en los largos años de cárcel.
Luis Sepúlveda es autor de La sombra de lo que fuimos (Espasa).
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