PERDERSE EN VENECIA
Ahora cruzaré este airoso puente, torceré a la derecha, luego giraré a la izquierda, iré hasta el final del estrecho pasaje entre dos altos edificios y saldré a esa preciosa plaza, me digo a mí mismo.
Cruzo el airoso puente, tuerzo a la derecha, luego giro a la izquierda, voy hasta el final del estrecho pasaje entre los dos edificios altos (sí, justo entre las dos paredes sigue encajada ese farol antiguo tan elegante, me acuerdo también de él), pero el camino no acaba dando a la preciosa plaza, sino a un lugar completamente distinto.
Por un instante me sorprendo como alguien que tras despertarse de una pesadilla intenta persuadirse de que la cama en la que está es la suya, que aquello es su propio y conocido dormitorio, e intento convencerme de que ésa es "la preciosa plaza". El problema es que insisto en que no me apetece ver la plaza desde otro ángulo y quiero regresar al punto de origen. Pero al darme media vuelta comprendo que también he perdido el estrechísimo camino que me ha llevado a ella.
"No tengo necesidad de andurrear con el mapa en la mano como los turistas"
"De forma mecánica mis piernas me llevan adonde quieren ir mis ojos"
En lugar del camino por el que he llegado hace un instante ahora hay un paisaje mucho más inolvidable que el de "la preciosa plaza"; encajado entre dos altos edificios que se pudren sumergiéndose lentamente en el agua, los colores de un tercero se reflejan de una manera muy definida sobre unas aguas verdosas. En el espejo de la superficie inmóvil veo el azul del cielo, el blanco de una nube, el verde de las macetas en la ventana. Observando las pilas de algas acumuladas en los costados del estrecho canal recuerdo que ya he visto antes ese paisaje. Mi memoria me dice que he pasado por allí antes, que he mirado exactamente como ahora el espejo de las aguas quietas. Pero según me pierdo por las calles, plazas y estrechos callejones sin salida, voy perdiendo confianza en mi memoria.
Sin embargo, vengo de Estambul, una ciudad donde las calles no son regularmente paralelas y en pocas ocasiones se cortan en ángulo recto, donde avanzan retorciéndose de manera intrincada, con cuestas y bajadas; en Venecia no tendría que perderme. Para los que son como yo, encontrar el camino en una ciudad no consiste, como para los neoyorquinos, en aprenderse de memoria los números de las calles, sino que pasa por grabarse en la memoria sus imágenes.
Mi memoria visual retiene un pasaje estrechísimo, un muro de ladrillo rojo con macetas encima, un puente airoso, un farol oxidado, la puerta de un cine. Y de cuatro o cinco unidades mi memoria extrae unas plantillas y gracias a ellas avanzo hacia mi objetivo como el caballo en el ajedrez, ordenándolas una detrás de otra. Esas plantillas visuales que he memorizado se parecen a las piezas de un puzzle: una vez que se alinean todos aquellos pequeños cuadros, me sé todas las direcciones y los caminos de la ciudad... No tengo necesidad de andurrear con el mapa en la mano como los turistas.
Pero al término de mi segunda semana en Venecia sigo perdiéndome a menudo en sus calles. Justo cuando creo que he llegado a la plaza que pretendía, me encuentro en un lugar completamente desconocido (¿Campo Santa Margherita?). No, no es un sitio completamente desconocido, he estado antes aquí... La sensación, en lugar de alegrarme, me irrita. Me enfado conmigo mismo, ¿por qué soy incapaz de grabarme en la memoria el mapa de Venecia? Y por otra parte observo admirado la belleza de esta nueva plaza que tengo ante mí. ¿Y si sigo por ahí y me abandono a la llamada de las calles? Pero su invitación me confundiría tanto como si me marchara de una película a la mitad.
Cuando era niño pasamos un verano en el centro de Estambul. Mi hermano y yo íbamos todos los días a los cines de sesión doble. Y, como llegábamos temprano, siempre nos surgía la posibilidad de entrar a la mitad a la película anterior.
¿Debíamos esperar y matar el tiempo en el polvoriento y húmedo vestíbulo? ¿O bien entrar en ese momento a la última mitad de la segunda película, ver luego la primera y luego la segunda de nuevo? Las posibilidades nos confundían, como si nos hubiéramos perdido en Venecia. Después recuerdo que esa nueva e inesperada plaza estaba en el otro extremo de Venecia, en la otra orilla del Gran Canal. O que eso creía yo. Un centro que tengo en el interior de la mente, semi oculto y parcialmente cansado pero testarudo y autoritario, me repite como el ordenador que insiste en un error que ahora no debería estar en las cercanías del Campo Santa Margherita, sino justo en el otro extremo de la ciudad. Quizás, me digo, pensando en otras cosas he andado más de la cuenta por distracción y no lo he notado.
Y así, mi entendimiento, que ha confundido el espacio, ha confundido también el tiempo. ¿Será posible que haya cruzado puentes y serpenteado por calles como un sonámbulo hasta llegar aquí? Dudo entre la imagen que ven mis ojos y la que le gustaría ver a mi mente. Pero, dejándome arrastrar por la belleza del paisaje y por la de encontrarme aquí y ahora en un rincón de Venecia, sigo adelante.
Ahora, con cada paso que doy, tengo la sensación de que he dejado atrás una parte enmarañada y difícil de mi vida... Ya no busco mi lugar en el mapa de Venecia. De forma mecánica mis piernas me llevan adonde quieren ir mis ojos. Y como mi mente no insiste en el plan vital que había previsto para mi mismo, el mundo se transforma en un lugar maravilloso que bulle con todo tipo de novedades, invitaciones y posibilidades misteriosas. Asombrado de mi libertad paso por calles nuevas, entre muros agrietados, pasajes estrechos, patios aletargados, casas con la ropa tendida entre las ventanas. Así que era posible sentirse libre, librarse de los planes y los recuerdos de la mente... Antes también intuía que el olvido podía hacerte feliz y libre y no entendía a los personajes de las películas que perdían la memoria en un accidente y sufrían intentando recordar para así volver a su antigua vida. Una vida nueva siempre es un paisaje más hermoso.
Meditando en todo aquello apoyo los codos en el pretil de un puente y contemplo en el espejo de la superficie inmóvil de abajo los dos viejos edificios que se van sumergiendo lentamente en las aguas, el azul del cielo, el blanco de una nube, el verde de las macetas. Mirando el agua se va elevando poco a poco en mi interior la sensación de que el tiempo se ha detenido.
Luego un hombre cuya lengua no acierto a adivinar me pregunta por una dirección. Lleva un mapa en la mano pero, de todas maneras, se ha perdido. Buscamos un camino, no en las calles sino en el mapa.
Traducción de Rafael Carpintero. Perderse en Venecia es el tercer relato de la serie que Orhan Pamuk ha escrito para EL PAÍS.
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