Del crimen a la muerte natural
Pensaba haber escrito hoy del asesinato del conde de Villamediana, el magnífico poeta barroco cosido a puñaladas en plena calle Mayor. Pero el fallecimiento, el lunes pasado, del madrileño Eduardo Chamorro, un escritor al que tanto admiro, me arranca del siglo XVII para traerme al Madrid de hoy donde un error fatal, perpetrado en el Gregorio Marañón, acaba de matar al bebé de Dalila Mimouni, la primera víctima de la gripe A en España. Mientras en el Gregorio Marañón una enfermera, por una negligencia, le administraba al bebé, que todavía no había cumplido dos semanas, alimentación en vena en vez de por la sonda nasogástrica, minuto arriba o abajo, fallecía en Madrid de un cáncer, a los 63 años, Eduardo Chamorro, a quien, en los últimos años, leía en sus colaboraciones de La Voz de Galicia. El miércoles pasado, alegre y confiado, como la ciudad del célebre título teatral, abrí, a las siete de la mañana, la edición digital de La Voz de Galicia y un artículo, firmado por Juancho Martínez, informaba del fallecimiento de Eduardo Chamorro. En ese artículo, escrito con tanto afecto, leí también que Eduardo Chamorro había nacido en la madrileña calle de Hortaleza, 18.
La impronta joyceana era visible incluso en la prosa periodística de Eduardo Chamorro
La noticia me dejó petrificado. Hace apenas dos o tres meses saludé a Eduardo Chamorro y a su esposa, Rocío Martín, profesora de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), en la presentación de un libro y, al preguntarle si había recibido una invitación a la presentación de mi libro Una pequeña historia de la filosofía, donde no lo había visto, me contestó con un seco sí, que me extrañó mucho. Eduardo Chamorro y Rocío Martín, a cuyo dolor me uno con la profunda solidaridad que nos despierta la muerte de un ser querido, se despidieron a los pocos segundos. Siempre me quedó la intriga de aquel saludo seco, cuando Eduardo Chamorro siempre había sido conmigo una persona muy amable. Tampoco a aquel saludo le di más importancia de la debida. Pensé que quizá la noche anterior Eduardo se había acostado tarde y simplemente, a la una del mediodía, la hora aproximada en que lo saludé, estaba cansado por falta de sueño o por cualquier otra razón. Cuando en un establecimiento, ya como cliente o como proveedor de servicios, me encuentro con una persona con un carácter más o menos endemoniado, siempre me pregunto: ¿por qué tiene tan mal carácter esta persona? ¿Está quizá furiosa porque es del Madrid y está quemada con el triplete de copas que ganó el Barça? ¿Echa chispas porque quizá la novia se le fugó con un marroquí que vive en la calle del Olivar, a dos pasos de Lavapiés? ¿O quizá está frustrada porque no disfruta leyendo el Ulises, de Joyce, como demostró que disfrutaba Eduardo Chamorro preparando la magnífica edición, con tan espléndidas notas, que publicó la editorial Planeta? El miércoles pasado, a las dos de la tarde, supe por la necrológica -hoy llamada, por innovación lingüística, en los diarios obituario- que le dedicó en este periódico Miguel Ángel Aguilar, supe, digo, que Eduardo Chamorro sufría un cáncer y así comprendí el tono de aquel saludo.
En Eduardo Chamorro, y para decirlo con el preciso lenguaje que gastan los expertos en marketing, cohabitaban identidades múltiples. Si nos ceñimos al terreno de la literatura, en él había un periodista y un escritor, dos oficios distintos que comparten el denominador común de la literatura. Escritor es el autor de novelas, poemas, obras teatrales, traducciones, letras de canciones, guiones cinematográficos y televisivos y, por supuesto, textos periodísticos en cualquiera de sus múltiples subgéneros. Todo periodista, autor de textos periodísticos, es escritor. Y, obviamente, el periodista que no escribe pero desempeña en un periódico funciones distintas de la redacción de textos es periodista, pero no escritor. Por eso, cuando, como en el caso del autor de Felipe González, un hombre a la espera, la necrológica -me cuesta mucho aceptar la, para mí, mal empleada voz obituario traída por los cerros del sur de Londres-, cuando leí en el artículo de Miguel Ángel Aguilar Eduardo Chamorro, periodista y escritor, me cruzaron por la mente los pitidos que saltan cuando las voces "periodista y escritor" se juntan para referirse a la misma persona.
Eduardo Chamorro siempre estuvo fascinado por la prosa de Joyce, el maestro de Faulkner, que, a su vez, fue el maestro de literalmente cientos de novelistas del mundo occidental, entre los que hay que incluir a Juan Benet, que tan hondamente marcó, entre algunas docenas de novelistas españoles, a Eduardo Chamorro. Esa impronta joyceana -o, si se prefiere, faulkneriana o benetiana- era visible incluso en la prosa periodística de Chamorro. Su prosa era, pues, también pariente de los versos barrocos del conde de Villamediana. Querido Eduardo, fuiste conmigo muy generoso. Siempre te recordaré con cariño.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.