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Reportaje:

El peso de llamarse Woods

Cheyenne, sobrina de Tiger, debuta en el circuito profesional invitada por un patrocinador tras ganar 30 torneos como aficionada

Juan Morenilla

Viejos conocidos y caras nuevas en el golf. Hace una semana, David Duval, número uno del mundo en 1999 y ganador del Open Británico en 2001, resucitaba en el Open de Estados Unidos después de ocho años en ninguna parte. El estadounidense volvió a la vida a los 37 con un tercer puesto que nadie esperaba. Estos días, el protagonismo es para dos novatos que han debutado en el circuito profesional. Cheyenne Woods, sobrina de Tiger, de 18 años, ha tenido su bautismo entre la élite de la LPGA en el torneo de Wegmans, en Nueva York, gracias a la invitación de un patrocinador. Y, en Europa, el cacereño Jorge Campillo, de 23 años, campeón de España amateur en casi todas las categorías, se ha estrenado en el Abierto de Múnich. Ambos, eso sí, sin pasar el corte entre los grandes.

A Cheyenne Woods, claro, le precede la fama. La de su tío, a quien veía practicar el putt sobre una alfombra en el garaje del abuelo Earl. Cheyenne era una niña cuando comenzó a seguir los pasos del mejor golfista mundial. Y durante un tiempo tuvo su mismo entrenador, Earl, el padre de Tiger, que forjó el mito con un entrenamiento casi militar. Cuando Cheyenne tenía 19 meses, la familia Woods viajó a Los Ángeles a presenciar el debut profesional del joven Tiger, entonces campeón júnior de Estados Unidos. Su madre, Susan, tuvo que alejar el carrito de Cheyenne del campo porque sus lloros distraían al Tigre. Poco después, la niña descubrió a Woods ensayando en el garaje y comenzó su aprendizaje. El abuelo Earl la llevó a los primeros torneos, le dio clases incluso en la habitación del hotel, utilizó los mismos trucos que con Tiger para probar su concentración: hacer ruidos con monedas en el bolsillo o moverse ante ella cuando iba a golpear.

Con 12 años, Cheyenne acudió al entrenador Mike LaBauve, que la grabó en vídeo y le mandó la cinta a Tiger. Y en los últimos años se ha curtido en la Universidad de Wake Forest, en Carolina del Norte, hasta ganar 30 torneos como amateur y llegar al debut profesional en Nueva York.

"No pensaba que podía llegar tan pronto a jugar entre los profesionales", cuenta Cheyenne, rodeada ya de patrocinadores que llaman a su puerta. Es el peso de llamarse Woods. "A veces pienso en la importancia de mi apellido. Luego, vuelvo a la tierra", añade. Su madre tenía reticencias sobre su llegada ya al circuito profesional. Teme que Cheyenne sea ahogada por las expectativas. Pero sus entrenadores y Tiger le convencieron para que diera el salto. Sus compañeras la recibieron también con reticencias, temerosas de una jugadora crecida por ser familiar de quien es, pero descubrieron a una chica joven, con un piercing en la nariz, que hace malabarismos con el palo y la bola, estudia español y apenas menciona a su tío, al que le une un gran parecido físico.

¿La presión? "Es mucho más relajada que yo", apunta Tiger. "¿Cheyenne? No creo que sea tan buena como dicen. Juega bien, pero como muchas otras. Michelle Wie es mejor jugadora", explica la española Carlota Ciganda, que coincidió en el campo con ella en un torneo en Estados Unidos. La sobrina de Woods, al menos, es un ejemplo para las afroamericanas. Desde LaRee Sugg, en 2000, ninguna recibía una invitación del circuito profesional.

Abierto de Múnich (final): 1. N. Dougherty (Ing.), 266 golpes. 4. M. Á. Jiménez, 271. 46. C. del Moral, 283. 62. Gonzalo Fernández-Castaño, 286.

Cheyenne Woods, en el torneo de Wegmans, en Nueva York.
Cheyenne Woods, en el torneo de Wegmans, en Nueva York.AFP

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Sobre la firma

Juan Morenilla
Es redactor en la sección de Deportes. Estudió Comunicación Audiovisual. Trabajó en la delegación de EL PAÍS en Valencia entre 2000 y 2007. Desde entonces, en Madrid. Además de Deportes, también ha trabajado en la edición de América de EL PAÍS.

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