De una niña judía que se fue a vivir a un 'Hopper'
El hermoso e inusual asunto de la obra de Eva Hibernia es el poder de la ficción. Se trata de un texto excesivo, con pasajes embarullados o mal resueltos y sonrojantes caídas en la cursilería, aunque ambicioso y rico en ideas y talento
No conocía el teatro de Eva Hibernia, así que me fui a la sala Beckett a ver La América de Edward Hopper, producida por el Nacional catalán dentro de su Proyecto T6, padrino de jóvenes autores. Pese al título, los cuadros del maestro americano apenas aparecen en escena. La función trata de evocar su atmósfera; ese mundo, escribe la autora, "de cristales sin reflejos, de tumultuosas calles vacías, de perspectivas imposibles". Su atmósfera y tal vez su estilo, que buscaba fijar con nitidez la irrealidad y el misterio.
La América de Edward Hopper es un texto excesivo, con pasajes embarullados o mal resueltos, con sonrojantes caídas en la cursilería, pero es ambicioso y rico en ideas, en imágenes, en poesía, en talento. Eva Hibernia no ha escogido, y eso es lo primero que hay que celebrar, los caminos habituales de muchos de sus compañeros: no practica el costumbrismo chato ni ese lenguaje telegráfico, de cadencias previsibles, que hace pensar en unos subtítulos traducidos a la carrera. El hermoso e inusual asunto de su comedia no es otro que el poder de la ficción. Sus protagonistas son Vera (Alicia González Laá) y Tomás (Joaquín Daniel), una joven pareja que se ha conocido en un tren. Podrían ser parientes lejanos de la familia Glass de Salinger: superdotados, leidísimos, redichos, y en permanente ebullición. Tomás fue un rimbaudiano "poeta de siete años", pero ahora quiere quemar todos los libros, todos los fantasmas. "Conozco la fuerza de las palabras: una niña se asomó a la palabra pozo y cayó dentro". Vera, para quien los libros son "tan reales como mi mano", le acusa de querer renegar de los dioses de su infancia, y le propone "vivir el cuento de un hombre y una mujer que se encuentran en un tren". Comienza una historia de amor y desamor en sucesivas habitaciones de hotel, a través de dos continentes. Tomás cuelga los hábitos literarios y acepta un trabajo convencional y muy bien pagado, mientras Vera se zambulle en el pozo de las ficciones, armada con la vieja máquina de escribir de su hermano muerto. Se suceden las ocurrencias frescas y vivaces, como este comienzo de carta, que es puro Prévert ("vivimos en una habitación verde como un vaso de absenta: por eso estamos alegres todo el día") y las sentencias enojosamente lapidarias ("casi siempre la mentira es el único camino a la verdad"); a ratos, como decía antes, Hibernia incurre en cucamonas bien porteñas, facción Eliseo Subiela o Maria Elena Walsh: "Con la lluvia me van a estornudar los juanetes" es el ejemplo más delictivo. Vera inventa a Joseph Koulhinsky, mago y tahúr, y a su hija Miranda, judíos polacos que huyen de los nazis; más tarde, cuando ella llegue a Nueva York con Tomás, reconocerá o creerá reconocer la misma habitación de hotel donde Joseph decidió abreviar su nombre "para llegar más rápido a cualquier lado" y Miranda extendió en el suelo sus viejos libros "como islas de un archipiélago".
La clausura y su no menos brillante coda hacen olvidar los meandros retóricos, las innecesarias complicaciones anteriores
La narración, hasta entonces vigorosa, se emborrona en lo que tomamos por un juego más de los protagonistas. Hay un encuentro en un bar à la Nighthawks, pero a él le sobra la gabardina bogartiana y a ella la peluca pelirroja; el tono casi paródico del diálogo enfría, confunde y apenas deja ver el dibujo original, la historia de amor loco ("hasta que alguien nos desenchufó") entre Tomás y su madre, que ahora agoniza en un hospital de Boston. Sólo una lectura atenta del texto permite atrapar y retener esta frase anticipatoria: "Dentro de un mes", dice la dama misteriosa, "nos encontraremos". También, a mi modo de ver, pide una reescritura o una severa poda la escena siguiente, en la que el viejo judío encuentra a su hija enloquecida y encerrada en el armario: es anticipadamente redundante, porque casi todo lo que ahí se dice se retomará, con mucha mayor fuerza, en el penúltimo y extraordinario cuadro, donde los tiempos confluyen gracias a la mágica imaginación de Vera, y, desde luego, de su creadora, que parece haber mezclado en su retorta la doble influencia de Henry James (The Jolly Corner, con su conmovedor fantasma de lo que quedó atrás) y Lewis Carroll en A través del espejo. No les contaré lo que sucede y culmina en la habitación de ese hotel de Boston ante los ojos asombrados de Tomás mientras suena una y otra vez un teléfono que parece llamar desde muy lejos porque no acertaría a atrapar aquí el vértigo de las mutaciones y el estremecimiento del legado final, y porque Eva Hibernia la escribió y dirigió para ser vista y escuchada: sólo les diré que Robert Lepage hubiera podido firmarla. Esa clausura y su no menos brillante coda, de similar vuelo romántico, con los amantes buscándose y avanzando por un sendero de invisibles piedras blancas, hacen olvidar los meandros retóricos, las monerías encantadas de conocerse, las innecesarias complicaciones anteriores: he aquí a una autora a tener muy en cuenta si logra la difícil tarea de encauzar su generosidad poética. Autora y directora, porque ha montado la función con sensibilidad y finura impresionista, muy bien arropada por la escenografía, en ocasiones demasiado sucinta, de Jon Berrondo, la sabia iluminación de Quico Gutiérrez y, sobre todo, la entrega de sus actores, que defienden con toda su alma un texto tan difícil, por elusivo, como éste. Ya había aplaudido a Alicia González Laá por su excelente trabajo en Tres versiones de la vida, de Yasmina Reza, que Xicu Masó bordó en el Lliure: vuelvo a aplaudirla ahora. Aquí hay una primera actriz en ciernes, intensa, con encanto y recursos; todavía algo forzada en los pasajes de mayor carga emocional. El joven actor argentino Joaquín Daniel es otro nombre a retener: tiene autoridad escénica, exhala convicción y soltura; su único punto flaco, hoy por hoy, es la elocución, que se vuelve opaca a la que pisa el acelerador, pero eso tiene fácil arreglo. ¿Qué más apunté? Ah, sí: que Eva Hibernia sería la autora/directora ideal para adaptar a la escena El asesino ciego, de Margaret Atwood. Entretanto, descubran La América de Edward Hopper. -
La América de Edward Hopper. Eva Hibernia. Teatre Nacional de Catalunya. Barcelona. Hasta mañana, 14 de junio. www.tnc.cat/
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.