"El mejor público del mundo son los niños"
"El teatro nos suministra una imagen de la vida, la imagen de la vida, porque la vida es teatro". Jürgen Flimm enmienda la máxima pirandelliana modificando la conclusión: "La vida real es más complicada que el teatro". Lo sabe bien este director de escena alemán, nacido en plena II Guerra Mundial, que desde 2007 dirige el más célebre de los festivales de verano, el de Salzburgo. "Es el trabajo más difícil del mundo", subraya mientras sus caídos párpados dejan entrever la sorpresa que le provoca la gigantesca ración de dorada al horno que le sirven tras optar por pescado en una hamletiana duda que le hace descartar el pollo. "El problema", añade, "es que los políticos se inmiscuyen en la gestión artística y que, pese a que tenemos dinero, no es suficiente para una programación de más de 200 conciertos, representaciones operísticas y teatrales en 37 días", remata.
Para el director del Festival de Salzburgo el arte debe hacer reaccionar a la gente
Hijo de una pareja de médicos, se infectó de pequeño con el virus del teatro, al que su padre le llevaba cuando volvía de trabajar. "Nos regaló, a mi hermano y a mí, un teatrín rojo donde hacíamos espectáculos de marionetas. Me inventaba obras y con mi bicicleta las llevaba de gira por el barrio. Así aprendí que el mejor público del mundo son los niños. No tienen los prejuicios de los adultos", asegura mientras sorbe del vaso de Coca-Cola con el que riega la dorada. "Me encanta", se justifica. "Es uno de los grandes inventos americanos, como el jazz, el chicle, las películas, los musicales...".
Y es que al final de la II Guerra Mundial en su Alemania natal no había de nada. Y cuando llegaron los americanos, él como muchos otros niños descubrieron el chicle y el chocolate que les regalaban los soldados. "¡Y que había personas negras!", relata. Ser pastor de la Iglesia protestante fue su primera opción cuando hubo que decidir qué ser de mayor, aunque, su naturaleza perezosa -"nací cansado", advierte tras tres bostezos antes de escoger el almuerzo- le hizo desistir del propósito porque estaba convencido de que no podría ni con el griego ni con el hebreo. Se decantó por la sociología, por la literatura y el teatro. Y, finalmente, se quedó con éste.
Y se convirtió en uno de los jóvenes renovadores de la escena teatral alemana. "Había que poner realidad sobre el escenario, como ya lo había hecho Rossellini en el cine. Y después esta realidad la traspasamos a las puestas en escena operísticas. ¿Provocadores? El arte debe hacer reaccionar, que la gente despierte. Es fundamental en el mundo del teatro", asegura.
Hombre comprometido y de izquierdas -en 1993 devolvió junto a su amigo Günter Grass su carné del Partido Socialdemócrata Alemán por su apoyo a las restricciones de asilo político-, su prestigio como director de escena de teatro y ópera ha crecido a la par que su probada fama de buen gestor. Cerró la edición de 2008 del festival con cifras espectaculares: 253.850 entradas vendidas, el 93% de ocupación y unos ingresos por taquilla de 25,2 millones de euros, un récord histórico sólo superado en 2006 por el Año Mozart. Quienes pensaron que bajo su mandato la programación de Salzburgo se volvería mercantil no le conocían. Su gran apuesta es por la ópera contemporánea. "Es que nos falta música contemporánea", dice.
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