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Reportaje:

El silbidito del hombre orquesta

El cantautor Andrew Bird y su violín se bastan para hechizar a los espectadores

Nadie pensó jamás que con el método Suzuki se pudiera llegar tan lejos. Andrew Bird era un niñito listo y aplicado de cuatro años la primera vez que le colocaron un violín entre las manos. Anoche, 31 primaveras más tarde, se comportó en la sala Neu Club como un maravilloso gamberro que hace virguerías con la sola compañía de esas cuatro cuerdas y una buena colección de pedales para grabar en directo docenas de pistas superpuestas. No necesita nada ni a nadie más: sólo una imaginación desbordante y una coordinación a prueba de bomba para no pifiarla entre tanto sonido simultáneo.

Sufjan Stevens es el único que podría discutirle al de Chicago la condición de cantautor más peculiar (y cautivador) del planeta. Rasguea el violín a la manera de un ukelele, lo maltrata como sólo habría tolerado Jimi Hendrix, canta con el mismo deje tristón de Jeff Buckley y silba como nadie había hecho desde la última estrofa de Sittin' on the dock of the bay. Por ser, es hasta guapo. El resultado se antoja tan pasmoso que consigue lo que nadie en esta ciudad impetuosa y jaranera: el silencio de los espectadores.

Nuestro hombre orquesta (de cámara, pero orquesta) desgranó su último disco, Noble beast, y un EP de cinco canciones igualmente asombroso, Fitz & dizzyspells. Pero también hubo hueco para sus clásicos ineludibles (Plasticities, Weather systems) y hasta alguna concesión jocosa, como la única canción que dice conocer en castellano: Bésame mucho. Cuando, irremediablemente, hizo mutis, alguno murmuró el título de uno de sus mejores nuevos temas: Oh, no. Quién lo iba a decir: el silbidito engancha.

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