_
_
_
_
_
HISTORIAS DE UN TÍO ALTO | NBA
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El ideal estadounidense

En el momento de escribir estas líneas, estoy en una biblioteca pública de Kansas City. A unos seis metros enfrente de mí, sentado delante de un ordenador, hay un hombre tan gordo que me hace preguntarme si ambos pertenecemos a la misma especie. No me gusta nada estar cerca de gente gorda. Pero al igual que Chris Anderson, de los Nuggets de Denver, y Ron Artest, de los Rockets de Houston, son lo que hacen que Estados Unidos sea lo que es, me guste o no.

A todos nos gustaría ser especímenes perfectos de la humanidad. Queremos ser altos, guapos, inteligentes y divertidos. No queremos tener problemas a la hora de controlar nuestra ira. No queremos tener problemas de adicción. Y no queremos estar gordos. Pero, para bien o para mal, algunos de nosotros los tenemos y lo somos. Decir que Artest y Anderson están jugando bien en estos playoffs sería un eufemismo. Anderson es muy querido entre los fans de su ciudad: su energía como calentador de banquillo parece estar teniendo un efecto tangible en la energía que sus compañeros de equipo le ponen a los partidos. Parece que los Nuggets quieren ganar más, y en parte es por Chris Anderson. Artest es todavía más importante para el éxito de los Rockets. A veces toma decisiones cuestionables -sus ajustados triples no son la idea que tiene nadie de una buena estrategia- pero parece que ganar le preocupa de verdad, algo que, en los tiempos que corren, es muy importante. Al igual que su compañero Shane Battier, hace que su equipo sea mejor sin que nadie llegue a entender realmente por qué. En Estados Unidos nos gustan nuestros héroes venidos a menos. Nos identificamos más con Batman que con Superman. Nos gusta Bill Clinton porque cometió un error. Nos gustó El luchador no porque Mickey Rourke sea un gran actor, sino porque tocó fondo y volvió.

Más información
Un gigante con pies de barro

Sigo escribiendo sobre mi país como si estos rasgos fueran específicos de Estados Unidos. Está claro que no lo son, pero después de haber vivido en Estados Unidos y en Europa, creo que es justo decir que nosotros somos un poco más tolerantes con la gente que no encaja muy bien. No sé si eso nos convierte en un país bueno o malo y, a fin de cuentas, podría ser nuestra perdición. Pero es una actitud reconfortante. Todo el mundo tiene derecho a una segunda oportunidad, ya sea Chris Anderson después de una suspensión por drogas o Ron Artest después de una suspensión por intentar pegar a los fans. Algunos dirán que las segundas oportunidades que se les han dado son síntomas de una sociedad imperfecta. Muchas de esas personas serían compatriotas míos. Es probable que sean religiosos y es probable que tengan sus propios secretos oscuros y bien guardados. Pero para mí, y para muchos otros en Estados Unidos, estos hombres -aunque por dentro puedan ser igual de feos que el gordo por fuera- son personajes simpáticos. Me entran ganas de animarlos, aunque sé que es probable que vuelvan a cometer errores.

Al hacer esto, creo que estoy defendiendo el ideal estadounidense. Pero se me revuelve un poco el estómago, porque no estoy seguro de que nuestro ideal sea bueno. Eso sí, soy capaz de contener mi desasosiego porque, aunque sólo sea por eso, los Rockets están jugando contra los Lakers y me vale cualquier excusa para ir en contra de Kobe Bryant.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_