Nieva
Julio Llamazares, padre de Luna de lobos y La lluvia amarilla, dos de las novelas más conmovedoras, duras e inolvidables que he leído nunca sobre auténticos perdedores, sobre la soledad, el desamparo y el acorralamiento extremos, tituló evocadoramente un libro de poemas, Memoria de la nieve. Ver Madrid gozosamente blanco al abrir los ojos y a los críos tirándose bolazos, esa imagen tan bonita que parecía irrecuperable desde hace tanto tiempo, me sacude la memoria de las viejas sensaciones en plan magdalena proustiana, pero también comprendo que los que están pillados en el atasco o han besado el suelo por un resbalón no le encuentren el menor encanto lírico, que blasfemen y maldigan de la más cabrona que purificadora nieve.
Para lo único que mis sentidos no están preparados es para escuchar en el telediario que presenta Ana Blanco (la cita, lamentablemente no es literal, pero juro que se parece mucho a lo que mi estupefacción ha oído) que ante el estado del tiempo aconsejan estar en sitios cerrados y con calefacción. Y deduzco ante certidumbre tan original que el surrealismo expresivo sigue escandalosamente vivo. Urge para el humorismo colectivo que editen una antología de los excesivos disparates que vomita sin prisas y sin pausas la televisión.
También deduzco que peperos y sociatas tienen clarísimo que el follón que se ha montado en Madrid por culpa de la nieve lo ha propiciado la irresponsabilidad del enemigo, que en el fondo la culpa es de Zapatero o de Aguirre. El grimoso exhibicionismo de la segunda (¿por qué me da urticaria esta dama?) asegura que ella fue avisada en la madrugada de la futura invasión de la nieve. Cuántos privilegios otorga dedicarse a la sacrificada cosa pública.
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