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Columna
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El nombre de las personas

Según la versión del Génesis, tan sencilla de aceptar dentro de su incomprensión, aparte de que en el principio fuera el Verbo y de que creados el cielo, la Tierra y todas sus criaturas, parece que el Sumo Hacedor, en un momento de descuido creó al hombre que, con todos los respetos era una chapuza al lado de la perfección de una mariposa o una hormiga: El caso es que le dijo que todo aquello le pertenecía y debería dar nombre a lo existente. Después, de una costilla, formó a la mujer. Estoy dispuesto a aceptar que fuera al contrario, que las mujeres hicieron el trabajo duro y creativo y que, para entretenerse, modelaron un juguete articulado al que le tomaron cierta afición.

El problemón era mentar, conocer, darle identidad a la inmensidad de criaturas vivientes, además del ímprobo trabajo de identificar a los vegetales y a los seres marinos. O sea, que no todo fue holganza y placer en el Paraíso, antes del episodio de la manzana.

Me atrae la lectura de las esquelas, ese importante ingreso publicitario de muchos periódicos

Quien se haya asomado a la Mitología grecorromana o a cualesquiera otras religiones se encuentra con problemas similares, cuando no endiabladamente enredados. Para colmo, complica el léxico común y crea la confusión de Babel y así, además del latín, el inglés y el castellano, se encuentran agazapados el magiar, el finés, el vascongado, el gallego y el catalán. ¿Por qué escatimarles tan lejano origen?

Encima, se planteó el problema de identificar a los propios seres humanos y en lugar de llamarles con un silbido, una pedrada o un "¡¡Eh,tú!!", se dotaron de nombres propios. Los más alejados de la diáspora tuvieron mayores dificultades, pero en el segmento que ha durado unos siglos, de la cristiandad -o como quieran llamarlo- incluso acepto que desde los caldeos hasta nosotros sea denominado "preconstitucional". Por Atapuerca andan destripando tumbas, o sea, lo de siempre.

No se devanaban los sesos. Para las féminas, la común advocación a la Virgen María, con un aditamento que era el que sobrevivía y la mayoría de nuestras antepasadas se llamaron María del Rosario, María del Camino, del Carmen, del Pilar, Cristina, Lourdes, etc... Y los hombres José-Pepe, Francisco-Paco, Luis, Hermenegildo, Carlos, Santiago o Fernando, pequeña muestra de un más largo elenco.

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En los pueblos, hasta hace un siglo, más o menos, las mujeres eran multíparas, para equilibrar la mortandad infantil y nacían los niños como hongos. Supongo que para ahorrar inventiva se tomaba la decisión de atribuir a cada neonato el santo del día, lo que daba origen a monstruosas situaciones en la edad adulta. No sé por qué razón, me atrae la lectura de las esquelas mortuorias -ese importante ingreso publicitario de muchos periódicos- y me entretiene el cambio que sufren los nombres propios imputados, siempre, a criaturas incapaces de defenderse.

En un folio manoseado, fui anotando los que parecían curiosos, sin la pretensión de que resulten más fantásticos o exclusivos que otros, que los lectores habrán tenido ocasión de leer alguna vez en la vida.

Sólo en la zona asturiana en la que me encuentro lo más del tiempo, anoté estos nombres femeninos, que ahí van sin más orden que el cronológico al apuntarlo. Algunos tienen vestigios visigóticos y cuanto más raro, mayor era la difunta: Aurina, Enedina, Erlina, Zuilima, Adita, Adonina, Honorita, Pomposa, Celerina, Videncia, Leontina, Isolina, Ladina, Auristela, Tiburcia, Jacobina, Orfelina, Modestina, Diamantina, Enevarina, Yurena, Presentina, Predestina, Ubaldina, Gislena, Verena, Zaira, Alborina. Hiliana, Zulaica, Luseinda, Argelina, Sedalina, Leonila, Veremunda, Elvira, Gaudiosa y unas cuantas más. Algún rastro árabe, vikingo o dios sabe de qué procedencia y en muchos casos aplicado el diminutivo tan caro a la gente norteña.

Entre los varones la variedad es menor: Gaudencio, Laudino, Heradio, Dictinio, Aladino, Versan, Asterio, Estawen, Jovino, Corsino, Galdino, Ageo, Cursito, Antidio. Una vez me aseguraron que en un pueblo de la provincia de Palencia hubo alguien a quien pusieron Cojoncio, por existir un nombre, igual o parecido, en el santoral.

Aquello pasó y en las mismas esquelas de personas ancianas campean otros nombres que, por cierto, se repiten como las Pepitas y Pilarines de antaño. Son las Sabrina, Vanesa, Yasmina, Anaïs, Aida, Selene, Aitana, Sonia, Lorena, Sonia, Tamara, Pamela, Patricia, Carla, Soraya, Lara, Sandra, Jennifer, Daisy, Yolanda y otras que se escuchan en las películas o novelas americanas de hoy.

Lo que era divertido y está desapareciendo con el individualismo colectivo -¡vaya oxímoron!- son los motes, que singularizaban tanto Pérez, Martínez, López, Suárez y García, patronímicos medievales que abarrotan las guías de teléfonos.

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