La dura contrición
La leyenda dice que desciende de un revolucionario irlandés. Robert McBride, que usó métodos terroristas contra el 'apartheid', es hoy un controvertido jefe de policía
Guiándose en el principio de que "el enemigo de mi enemigo es mi amigo", John McBride, un revolucionario irlandés de principios del siglo XX, viajó a Suráfrica a unir sus fuerzas con las de los bóeres en la guerra de la independencia de 1899 contra el imperio británico. Según la leyenda, luchó duramente pero también supo disfrutar, como demuestran los hijos que tuvo con varias mujeres africanas. A partir de ahí, continúa la historia, se formó el clan surafricano de McBride, coloured, o mulato.
Si la historia no es cierta, merece serlo. John McBride fue ejecutado por los británicos por su participación en el fallido levantamiento irlandés de la Pascua de 1916 y Robert McBride, un surafricano que según la leyenda sería su tataranieto, fue condenado a muerte 70 años más tarde tras un atentado terrorista por los herederos de aquellos mismos bóeres, los inventores del apartheid, por cuya causa había luchado el McBride irlandés.
En junio de 1986, McBride, siguiendo órdenes del alto mando del CNA, detonó una bomba de 45 kilos ante un bar de la playa de Durban. Murieron tres transeúntes, todas mujeres, y otros 73 resultaron heridos
"Lo que olvida esa gente es que Mandela era el Jefe de Estado mayor y Fundador del Ejército de Liberación en el que yo serví"
Robert McBride, hoy un jefe de policía, no sabe tampoco si la historia es verdadera, pero sí parece llevar en su ADN algo parecido al espíritu de exaltación romántica de los antiguos revolucionarios irlandeses. No es casualidad, quizá, que haya viajado a menudo a Belfast para hablar ante simpatizantes del IRA, que lo tratan como una especie de héroe, e incluso ante sus adversarios protestantes, a los que ayudó a reunir durante el satisfactorio proceso de paz de Irlanda del Norte.
"Pero lo que me convenció para incorporarme a la lucha armada en 1984, cuando tenía 21 años, fue una conversación que tuve con mi mejor amigo, Gordon Webster. Su madre era africana y su padre era mulato. El gobierno acababa de aprobar una ley por la que se creaba una nueva cámara del parlamento para los mulatos, y eso quería decir que el padre de Gordon podía votar y su madre no. A Gordon le partió el alma y a mí me enfureció. De pronto vi con absoluta claridad que había una injusticia terrible en el sistema del apartheid con el que vivíamos. Fuimos a entrenarnos a Botsuana y nos incorporamos a la división de operaciones militares especiales del Congreso Nacional Africano (CNA)".
Llevaron a cabo un atentado en el que un policía murió y otro resultó gravemente herido; en otra operación posterior, Webster recibió varios disparos de la policía y fue detenido e ingresado en el hospital bajo vigilancia armada. McBride y su padre, también militante convencido del CNA, idearon un plan para liberarlo -con la complicidad de una de las enfermeras- que era puro James Bond. McBride, disfrazado de médico y con un AK47 escondido, y su padre, vestido de sacerdote y con una pistola bajo la sotana, entraron en el ala en la que estaba Webster e intercambiaron disparos con los dos policías de guardia; uno de ellos resultó ligeramente herido y el otro huyó. Creían que Webster podía andar, pero no era así. De modo que, mientras llegaban más policías a la escena, McBride hijo le metió en un carro de la lavandería en el que lo bajó, con enorme esfuerzo porque Webster era alto y fuerte, por unas escaleras. Entre los aplausos de varias de las enfermeras, le metieron por un agujero en una valla y le subieron a un coche que aguardaba para llevarle a la libertad.
Luego, en junio de 1986, McBride, siguiendo órdenes del alto mando del CNA, detonó una bomba de 45 kilogramos colocada en un coche ante un bar de la playa de Durban llamado Magoo's, al que se suponía que acudían habitualmente miembros de la policía secreta, la unidad antiterrorista de primera línea en Suráfrica. Murieron tres transeúntes, todas mujeres, y otros 73 resultaron heridos por la explosión.
¿Qué siente hoy -le pregunté el mes pasado durante una conversación vespertina en un bullicioso bar del aeropuerto de Johanesburgo- al pensar en aquello? "Lo mismo que entonces", me contestó, en voz baja, y escogiendo sus palabras con cuidado. "No puedo quitármelo de la cabeza. Sobre todo, una foto que vi al día siguiente en el periódico, de un hijo de una de las víctimas. Pensé y sigo pensando que, independientemente de que mi causa fuera justa, había hecho un daño terrible a personas que no tenían por qué estar relacionadas con el enemigo".
McBride testificó ante la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de Suráfrica, encabezada por el arzobispo Desmond Tutu, hace 10 años. Confesó todo, vio cara a cara a algunas de sus víctimas y recibió una amnistía por sus delitos, igual que los miembros de la antigua policía secreta por los suyos. "Dije que el hecho de que nos estuviéramos matando unos a otros demostraba hasta qué punto estábamos hechos una mierda, que yo era un síntoma de una enfermedad nacional, pero que no era el pecado original". Se refería a que el pecado original era el apartheid, que Nelson Mandela calificó en una ocasión de "genocidio moral". "Yo era un soldado en una guerra, pero, cuando me encontré cara a cara, en la comisión, con un policía que había resultado gravemente herido en una operación que había dirigido yo, un hombre que todavía padecía las cicatrices físicas y que había visto cómo se destruía su vida personal, reaccioné como ser humano, más allá de las justificaciones políticas, y me sentí mal. Hablamos de lo que había ocurrido, porque nunca he rehuido las consecuencias de mis acciones. Estuvo educado conmigo, sin rencor".
Mucho rencor han mostrado, por el contrario, los partidos políticos de la oposición, indignados por la decisión del gobierno de nombrarle en 2003 jefe de policía de Ekurhuleni, una amplia y conflictiva zona industrial al este de Johanesburgo, con una población de cuatro millones. También le han criticado personajes poderosos de su propio CNA, que desaprueban el espíritu del salvaje oeste con el que, a juicio de muchos, aborda su trabajo policial.
McBride se considera una persona de principios inapelables, que dice que los agentes de policía, "que tienen más poder que la gente normal, deben cumplir unas exigencias morales más elevadas que otros". Durante el día que pasé, en su mayor parte, con él, me llamó especialmente la atención lo educado que era siempre aquel hombre tan grandón y poderoso con la gente normal que se encontraba, ya fueran los ancianos de los distritos negros pobres en los que pasamos la tarde o los blancos trajeados en el aeropuerto, con los que se deshacía para cederles el paso en escaleras mecánicas y puertas giratorias.
"Hay cierta hipocresía entre mis detractores", dice. "La misma gente que tanto admira, como yo, a Nelson Mandela, que ha dicho alguna vez que yo soy un 'héroe' del CNA y que me felicitó por mi nombramiento para el cargo. Lo que olvida esa gente es que Mandela era el jefe de estado mayor y fundador del ejército de liberación en el que yo serví".
Un ejército de liberación bastante benigno -e ineficaz- en comparación con otros. En los 30 años desde su fundación por Mandela en 1961 y su disolución en 1991 -un periodo en el que el CNA tenía más motivos que otros muchos para empuñar las armas, dadas la extraordinaria dimensión de la injusticia surafricana y la obstrucción gubernamental de todas las vías de diálogo- mató a 66 civiles blancos. La Suráfrica blanca tiene más presente el recuerdo de las tres víctimas de McBride que el del resto, y le ha "crucificado" -le dicen algunos de sus viejos camaradas militares-, le ha convertido en el chivo expiatorio de todos sus pecados.
McBride cree que, desde que le suspendieron de su puesto de policía hace un año por una acusación de conducir borracho, no ha recibido de la jerarquía oficial del CNA el apoyo que esperaba, y que algunos han conspirado contra él. Tampoco el método descarado y directo que empleó y con el que ayudó a atajar la violencia xenófoba que asoló la zona de Johanesburgo fue tan admirado como a él le habría gustado. Esto se debe, en parte, a que, si bien pocos niegan el éxito que han obtenido sus métodos de firmeza en la lucha contra el crimen, sus detractores le consideran peligrosamente precipitado e individualista.
Él lo explica diciendo que, al ser el hombre de acción por excelencia de Suráfrica, un llanero solitario, representa una amenaza para los que, en la Administración ultracentralizada del presidente Thabo Mbeki, han abandonado dócilmente cualquier pretensión de principios independientes, han evitado tomar decisiones por miedo a perjudicar sus perspectivas de carrera política. Se considera anacrónico en esta época de miramientos, pero confía en que, cuando Mbeki -hoy despreciado por las bases del CNA- deje su cargo, el sucesor designado, Jacob Zuma, le escuchará con más imparcialidad.
"Mi decisión y mi capacidad operativa -ahora y en los días de la lucha- dejan al descubierto la indecisión y la debilidad de algunas de esas personas que se han vuelto en mi contra. Pero lo único que he hecho con mi actuación en la policía ha sido mostrarme duro en defensa del imperio de la ley".
No obstante, ese mismo imperio de la ley puede ir contra él. Está acusado no sólo de conducir borracho, sino de haber querido pervertir los fines de la justicia al sustituir su muestra de sangre por la de otra persona para que pareciera que no sobrepasaba el límite permitido de alcohol. McBride insiste en su inocencia y confía en que el tribunal le absolverá y le permitirá volver a luchar contra el crimen. "Pero, si no es así, estoy dispuesto a ir a la cárcel otra vez. Lo aceptaré", dice, sin compadecerse de sí mismo, sin pena ni miedo.
Cosa que podría resultar un poco irónica en un país en el que a muchos criminales peores de lo que jamás fue McBride -gente con más sangre en las manos, como ex presidentes, ex ministros del gobierno y ex altos cargos de la policía de la era del apartheid que no comparecieron ante la comisión de la verdad- se les ha permitido que marchen cómodamente y en libertad hacia el atardecer.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.