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las buenas compañías
Columna
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UN HIJO

En marzo de 2004, cinco meses después de haber recibido el premio Príncipe de Asturias de las Letras en Oviedo, donde mostró buena forma física y su habitual fiereza dialéctica en el discurso de agradecimiento, Susan Sontag recibió malas noticias de su médico. La mujer que había vencido dos veces al cáncer y, en un extraordinario ensayo, se había vengado de la enfermedad desvelándola y rebajando su aura de insuperable y mefítico ángel exterminador, tenía ahora una forma muy maligna de leucemia; el 28 de diciembre de ese año, cuando las víctimas del tsunami asiático superaban la cifra de 100.000, la escritora falleció en un hospital de Nueva York. Su hijo David Rieff, que estuvo a su lado hasta el fin, quiso, una vez pasado el tiempo del duelo y de su propia ansiedad, contar una historia y hacer un retrato. El resultado es Swimming in a sea of death, un breve y apasionante libro que aparecerá este otoño en España.

Se trata de algo más que la crónica de una lucha a muerte contra la muerte. Sontag fue una persona indómita y una experimentadora perpetua, a veces excesivamente inclinada a actuar (y es un lamento suyo de los últimos meses de vida) como "girl scout de causas nobles". El carácter experimental de tantos de sus escritos y posiciones lo llevó también a la salud, y así pudo superar, contra todo pronóstico, los dos primeros y gravísimos brotes cancerosos. Volvió a intentarlo al contraer la leucemia, aguantando dolores terribles y tratamientos nuevos que podían, ella lo creyó hasta su agonía, salvarla por tercera vez. Rieff actúa como compañero de este viaje que no tuvo retorno y relata conmovedoramente lo que llama "el dilema del ser querido", en una operación de autoengaño benévolo compartido con la madre ya moribunda. El hijo le hizo un regalo póstumo: enterrarla en el cementerio de Montparnasse. Así, la mujer que se sintió siempre "especial", excepto en la derrota mortal, continuaría siéndolo al lado de Beckett, Cioran, Beauvoir, Sartre, Baudelaire.

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