Pasando olímpicamente
Estoy en Pekín, donde aterricé con una compañía local que, pronunciada en inglés, tiene nombre de policía vasco: Air China. Donde la religión es poesía y el dios de la elegancia sublime se llama desde el viernes Zhang Yimou. Donde se celebran al tiempo dos Juegos Olímpicos: los de verdad y los paralelos de kung-fu, el deporte nacional que no quiso admitirle a China un COI que, sin embargo, bendijo en Atlanta el voley playa. Donde las mujeres salen a la calle con sombrilla para evitar el moreno en la piel que delata a los humildes campesinos. Donde el mejor horóscopo es rata, porque fue el primer animal que llegó a la cita con el Creador y recibió a cambio el privilegio de la inteligencia. Donde los jardineros salen por las noches a recolocar las infinitas macetas con que realizan sus diseños florales y los barrenderos llevan largas pinzas de bambú para recoger papeles sin agacharse. Donde a mí me llaman por mi nombre, nariz grande, pues con ese apelativo definen al occidental. Donde las motos son eléctricas y ni hacen ruido ni se las dejan exportar a Europa porque nos reventarían el mercado. Donde, recuerdo de la hambruna que hasta anteayer vivió este pueblo, para saludarte te preguntan si has comido. Donde se inventó la siesta y las camareras caen dormidas al mediodía encima de las mesas de los restaurantes hasta que las despierta algún cliente. Donde el cielo está gris de contaminación y calima y el terreno amanece siempre cubierto por bruma. La misma que reflejan en sus obras los pintores por capturar la melancolía y, me temo, por evitarse pintar medio cuadro. Como si Velázquez, retratando un día nublado, hubiese mostrado solamente en Las lanzas la mano que entrega la llave de Breda y un par de puntas de pica. Se levanta la niebla en China, veremos qué rostro aparece cuando terminen los Juegos.
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