El dragón en bata blanca
Los chinos nunca han sido muy buenos publicitando sus innovaciones. Tuvo que ser el bioquímico inglés Joseph Needham quien avisara al mundo -y para entonces ya era 1950- de que la brújula, el ábaco, la pólvora, la imprenta, el estribo, la carretilla, la baraja, el queso, la cadena de transmisión, el papel higiénico, los puentes colgantes y los altos hornos se habían inventado en China. La obra de Needham trastocó por completo la ingenua visión que los occidentales tenían del gigante asiático, según muestra su biógrafo Simon Winchester en la revista Nature. "Ex oriente lux", la luz viene del este, era su lema.
Needham también formuló "la cuestión de Needham": con semejante historial, ¿por qué la innovación china se había estancado en el siglo XVI?, ¿por qué China no se había convertido en una potencia científica del siglo XX? Needham echó la culpa a que la única aspiración de todo joven brillante era hacerse burócrata, con el agravante de que en el último milenio las oposiciones a ese cuerpo habían consistido en recitar de memoria los cristalinos textos clásicos de Confucio.
Desde 1730, la ciencia ha sido francesa, alemana, británica y norteamericana. ¿Es la hora de China?
Pero ya nada es igual desde que el comunismo es para China lo que el limbo para Roma -una abstracción prescindible-, y el gasto chino en I+D lleva un decenio creciendo al 20% anual (el doble que la riqueza). Al mismo tiempo sus publicaciones científicas se han multiplicado por siete y ya suponen el 6% del total mundial, sólo por detrás de Estados Unidos, y es el tercer país del mundo en formación de doctores.
No hay una "ciencia china" ni cosa parecida. Pese a que existen 8.000 revistas científicas en chino, ningún investigador del país tiene demasiado interés en publicar en ellas: ni siquiera cuentan a la hora de presentarse a una plaza de investigador. Las prioridades de investigación chinas cada vez se parecen más a las de Occidente, por la sencilla razón de que es más rápido hacer carrera en esos campos. China investiga más en espacio y nanotecnología que en las cuatro cuestiones más vitales para el país: salud pública, calidad de las aguas, seguridad alimentaria y protección medioambiental.
Por ejemplo, China es el tercer país que ha puesto un hombre en órbita (en 2003), tiene una avanzada red de satélites de observación terrestre, ha mandado una nave a orbitar la Luna y tiene previsto lanzar dos misiones para investigar los agujeros negros y las erupciones solares, en colaboración con Rusia y Francia. El año pasado demostró que podía darle desde tierra a uno de sus propios satélites. Y supuestamente a cualquier otro (lo que podía haber sido el mensaje). Pero al final aquello no parecía ser un tema de mensajes: estaban probando la puntería, y punto.
La política china sobre enfermedades infecciosas y salud pública era lamentable hasta hace cinco o seis años. Las autoridades ocultaron los casos de sida, prohibieron a sus científicos asistir a reuniones internacionales y privaron a sus ciudadanos de la información necesaria para evitar el contagio. Intentaron hacer lo mismo cuando surgió el SARS en 2003, gracias a lo cual el virus se escapó por medio mundo.
Pero Pekín reaccionó esta vez de una forma insólita ante la bronca internacional: destituyendo al ministro de Salud. Fue el signo de una inflexión. El país tiene ahora un ambicioso programa de vigilancia epidemiológica. Y el número de personas con VIH que recibe antivirales ha pasado de 5.000 a 40.000 en cinco años: se necesitan 20 veces más, pero es un avance.
El Gobierno ha aprobado hasta una ley para declarar "aceptable" que un científico se equivoque. Las largas y tortuosas vías muertas en que se mete a menudo la investigación punta no parecen ser compatibles con la cultura oriental del éxito inmediato.
La ciencia fue francesa de 1730 a 1840, alemana hasta principios del siglo XX, británica hasta la II Guerra Mundial y norteamericana desde entonces. ¿Es la hora de China? Sí y no. Para los analistas de Nature, la perspectiva no es un cambio de superpotencia tecnológica, sino un mundo con seis polos científicos: Estados Unidos, Europa, Japón, China, Rusia e India.
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