La seriedad del juego
En estos días me llegaron, por caminos distintos, dos textos curiosamente parecidos. Se parecen en forma y en color -dos cuadernillos de color hueso-, pero además son ambos discursos, y además los pronunciaron dos escritores estrictamente contemporáneos. Uno se titula 'Sobre la dificultad de contar', y es el discurso de entrada a la RAE de Javier Marías; el otro es la lección magistral que hace poco dio John Banville en el marco del segundo Premio Vallombrosa, y su título es 'Las personae del verano'. Ambos son breves comentarios -o mejor diré aproximaciones, y añadiré cautelosas- al extraño oficio de escribir ficción. O, para ser más preciso, ambos son declaraciones de extrañeza y al mismo tiempo de fascinación por esta actividad humana que es contar las tribulaciones de gente que nunca ha existido; y, si bien parten de lugares muy distintos (y a muy distintos lugares llegan), ambos mencionan en algún momento el carácter más que lúdico, casi pueril, del escritor de ficciones.
Marías lo hace recordando esos versos de Stevenson que tantas veces ha recordado: "No digáis de mí que, débil, decliné / los trabajos de mis mayores, y que hui del mar, / de las torres que erigimos y las luces que encendimos, / para jugar en casa, como un niño, con papel". Banville usa un poema de Stevens (Wallace), con lo cual sólo un par de letras lo separan del de Marías: "Las máscaras del verano son los personajes / de un autor inhumano". Luego recuerda cómo, para el novelista principiante, la creación de personajes es la cosa más natural del mundo. "Qué fácil parecía entonces crear aquellas personitas de papel", escribe de ese principiante. "Todo el día lo pasaba en su estudio, como un juguetón Frankenstein en su crepuscular laboratorio". Y los dos, Marías y Banville, pasan entonces a recordarnos que no, que no es fácil ni natural; que, de hecho, el pacto de la ficción (por el cual los lectores deciden creer en lo que leerán, incluso a sabiendas de que todo es una gran fabricación) es la cosa más rara que existe.
¿Pero por qué dedicamos entonces nuestro tiempo, como lectores y novelistas, a estos personajes, estos mundos nacidos de algo tan parecido al capricho? Es la pregunta más recorrida que existe, y sin embargo no hay novelista o lector digno de ese nombre que no se la haya hecho alguna vez. "La obra de arte es un objeto redondeado, bruñido, terminado, se yergue en el mundo completo e inviolable", dice Banville, "y por eso nos satisface". "Ese novelista que inventa es el único facultado para contar cabalmente", dice Marías, y añade que vamos a él porque "necesitamos saber algo enteramente de vez en cuando". He dicho antes que Marías y Banville llegaban a lugares distintos, pero tal vez no sea así. Ambos desembocan en una misma idea: la búsqueda -humana, demasiado humana- de certezas. Pero no hablamos aquí de certezas morales, que para eso están la religión o la autoayuda, sino de algo mucho más misterioso: la profunda satisfacción que nos dan los mundos cerrados, autónomos y perfectos, de las grandes ficciones. Esos mundos que, precisamente por haber nacido de la imaginación libre y soberana, dan a la realidad un orden y un significado que ésta, por sí sola, no logrará jamás. Esos mundos donde, precisamente porque no han sucedido nunca, las cosas seguirán sucediendo para siempre. -
Juan Gabriel Vásquez nació en Bogotá en 1973. Sus últimos libros son Historia secreta de Costaguana y Los amantes de Todos los Santos, ambos en Alfaguara.
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