El médico de las palabras
Difícil hablar de la muerte de alguien que tanto hizo por la salud. Rafael Lozano, médico internista, de 79 años, nacido en Valladolid, murió ayer en Madrid. Era un médico noble, generoso y atinado, que ayudó a la salud de muchísima gente; acercarse a él no era acercarse sólo a la ciencia plena de la que dispuso, sino que era acercarse a un modo de mirar la salud como un todo, y en esa totalidad de la salud figuraban la conversación y las palabras. De él fueron pacientes muchísimas personas cuyos nombres eran para él siempre nombres propios, y entre esos nombres propios la memoria alcanza a gente como Adolfo Marsillach o Juan Carlos Onetti: no tenían enfermedad alguna de la que él fuera especialista, porque su especialidad era la salud, y no la enfermedad, pero a ambos, y a muchos otros, él les regaló en los momentos de la mayor incertidumbre el verbo y el silencio al mismo tiempo, les hizo confiar, con su presencia, en algo mucho más trascendente aún que la esperanza, la seguridad absoluta de su apoyo.
"Para tener buena salud hay que moverse y pensar bien", decía
Era hijo de médico, un pediatra de Valladolid; su vocación, decía, no vino de esa relación familiar, sino del contacto con los enfermos. Estudió en Madrid, con el profesor José Casas. Fue profesor universitario, y lo dejó por agobios políticos de la época dictatorial; y jamás volvió a tener nada que ver con lo público. Su medicina, decía él, era la de la lentitud. "Para tener buena salud hay que moverse", decía, "dominar el estrés", pero sobre todo, explicaba el doctor Lozano, "hay que pensar bien". Su pasión era preguntar. Cómo te sientes, ese lugar común de la conversación, era para él la primera síntesis de la búsqueda de un diagnóstico; y luego ya no existía el tiempo. Un día le pregunté qué nos pone malos. "Una dejación del estado de salud: recibimos agresiones, por lesión, por la química, por el aire, por el agua, por el modo de pensar".
Si odias, decía, puedes tener mala salud. "Del mal pensar, en general, se acaba generando una mala condición de salud". Y curar no era sólo recetar, estimular la relación con los medicamentos. "Un amigo mío me dijo que una paciente mía le había dicho: 'Me dio un abrazo ayer que me curó'", contaba el doctor Lozano. "Quizá a ese modo de curación debemos aspirar. La medicina hasta hoy parece estar basada en la enfermedad, que son los hospitales, y son sujetos muy peligrosos los adoradores del templo de la enfermedad. La medicina debiera ocuparse también de la salud, y ésa la ignora".
Tenía mucho de poeta, en sus teorías, en su conversación; la voz que dio alguien (quizá Juan José Millás, que fue su amigo y su paciente, y que además le saca en los libros) de que era ese hombre genial que ya no está con nosotros hizo que se le acercara mucha gente, para curarse conversando. A veces le preguntábamos cómo se conservaba él mismo, cómo se cuidaba, e hizo esta síntesis: "Alimentación saludable, dos paseos con sentido, es decir, para ir a algún sitio concreto, la cinta es un mal pensamiento, respirar el mejor aire que puedo y trabajar con gusto y provecho. Y pensar bien".
Y pensar bien. Y leer. Era sobrino de Jorge Guillén, y primo, y como un hermano, de Claudio Guillén, el académico recientemente fallecido. Era el colegiado 10.265 del Colegio de Médicos de Madrid. Su colega, y amigo, el cirujano José dijo de él una vez: "Es un médico científico que se vale de la ciencia más moderna para llegar a lo que comúnmente llamamos el alma de las personas". En el alma de mucha gente a la que quiso se queda el doctor Lozano.
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