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Columna
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Contra el pudor

Cualquier línea de Viaje al fin de la noche, que Céline escribió en 1932, vale más que todas las monsergas bienpensantes de la literatura izquierdosa, a lo que conviene añadir que Céline, médico de profesión, contemporáneo algo tardío de Freud, no inventó el psicoanálisis porque prefirió no hacerlo: estaba demasiado ocupado en describir la miseria humana como para tratar de explicarla. Entomólogo de la conducta, eligió la innumerable proliferación del excremento humano para hilvanar al hilo de una prosa muy encrespada la opinión que le merecían sus congéneres, y ahí mostró toda la intelección intuitiva de su enorme talento literario. Es natural, en esas condiciones, que simpatizara con el estúpido aliento nazi de salvar a la humanidad mediante la cochambre de las virtudes de la raza, unas virtudes imaginarias a las que, por lo demás, Céline se sabía ajeno. El mismo Sartre vino a decir que se trataba de un talento podrido, como si la buena literatura, que él nunca alcanzó a escribir, estuviera sometida al dudoso dictamen de los gusanos.

¿De qué se trata? De que se puede escribir bien, incluso muy bien, más allá de las confortables creencias ideológicas. En Céline, en el primer Céline, hay esa rabia hacia el dolor humano en la que el cuerpo es prisionero de obligaciones tan turbulentas como indeseadas hasta el punto de fundirse con las funciones excretoras. ¿Es la mirada de un indeseable hacia un mundo detestable o de la lucidez compulsiva que define más que desdeña la condición humana? Se ha hablado mucho de la transgresión que tiene como emblema al Marqués de Sade, o del ingenio un tanto adolescente de los surrealistas para sacar las cosas de quicio. Pero los personajes de Sade encuentran la gloria del placer por la vía de la humillación perpetua, mientras que los surrealistas se divertían como niños con su colección de cromos. Céline no goza ni se divierte, porque carece de quicio al que ajustarse o sustraerse: constata un panorama infernal pero doméstico donde todos se comportan como aprendices de canallas a poco que tengan ocasión para ejercer, y todo ello en un tono encrespado donde no reina el mal humor sino la ironía y los tijeretazos de un humorismo desconcertante, como en el mejor Beckett, uno de sus más brillantes discípulos en la discapacidad fingida.

No creo que una vomitona de este calibre encontrara hoy editor capaz de publicarlo. Tampoco se trata de un afán desdichado que sería salvado por el talento en el último minuto, ya que es precisamente en su desbordante prosa, de principio a fin, donde reside su enorme valor artístico, y su valentía. ¿Y a qué viene ahora todo esto? A la lectura pascual de algunas novelitas que por aquí se escriben y que, careciendo de osadía, prefieren acogerse a las buenas maneras, como si el lenguaje se hubiera estreñido por contagio de la pequeña pantalla y como si escribir exhibiera el propósito de no molestar seriamente a nadie. Al lado de esa tarea de educadas modistillas, Céline, pronazi de postrimerías, recupera a martillazos el esplendor del estilo más altivo en la fiebre de un panfleto contra el todo. Este auténtico extranjero, tan anhelado por Camus, hizo, además, su tesis doctoral sobre Semelweiss, un médico vienés que descubrió que lavarse las manos a conciencia era la mejor manera de evitar las infecciones en las parturientas. Todo un síntoma de no se sabe bien qué cosa. Higienista, desde luego.

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