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Columna
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Artista seductor, Cuixart

Como un goteo de plomo va cayendo en el oído la repetida noticia. Ha muerto otro amigo, un aspa más en la agenda de la memoria, un repaso escalofriado a los momentos que la triste nueva despierta en el recuerdo. La voz amiga de Simone llega contrita: "Modest est mort". En su cercanía se forjó la amistad con Modesto Cuixart, el pintor que acaba de partir cuando ya le cercaba el alzheimer y una escondida afección a los ojos -¡los ojos de un pintor!- le alejaron de esa admirable maestría de los artistas plásticos que, en verso afortunado de Miguel Ángel dirigido a Vittoria Colonna, tratan de acomodar la materia a la forma.

No es lugar para describir sus trazas de pintor, ni de repetir lo que imaginé hace mucho tiempo, ni recordar su paso creador por el pecadillo de juventud que fue Dau al set, como podía haberse llamado Perico el de los palotes. Cuixart formó en aquella banda, con su primo carnal, cuando en los años inmediatos al final de la Guerra Civil, se llamaba Antonio Tapia, enriquecido tras la dictadura con una ese y un acento incomprensible en castellano. Había que hacer escuela y a ello se asieron el grupo de muchachos. Modest tenía un destino prefijado: la Medicina, como su padre, pero la dejó por los pinceles, tras haberse llenado el alma de los entresijos incomprensibles del cuerpo humano.

Quería ser profeta en su tierra, aunque me constaba su amor por Francia y su debilidad por Madrid

Iba en serio y el verdadero artista no es gregario. Saltó a París y se asentó, durante largos años, en Lyon, donde fue aprendiendo en los libros, en los museos el intríngulis de la representación. Era un mozo bien parecido del que se prendaban irresistiblemente las mujeres. Como todos los favorecidos en este aspecto, la atracción -en otro sentido- alcanzaba a los hombres, porque la buena fortuna con nuestros semejantes suele ser unisex. Quien tiene éxito con las señoras dispondrá, siempre, de excelentes amigos. Debe ser cosa del famoso magnetismo.

Hombre atildado, fabricó su propio aspecto, con una barba en punta, que simplemente afilaba sus facciones, y ropas que, vagamente, recordaban las levitas románticas, sin que se pudieran recordar los detalles indumentarios, ensamblados en un conjunto de especial naturaleza. Durante muchos años, hasta bien pasados los setenta, resistió los vaivenes de una vida agitada, con prolongadas desapariciones en su taller, donde trabajaba en largas jornadas, inmerso en el misterio de la genialidad plástica, profundizando en los orígenes, en las variaciones, en el arcano de la mezcla de los colores, con un hondo amor por entender y manejar los materiales de su arte.

Fui su invitado en varias ocasiones y conocí aquel taller que no gustaba mostrar junto a la casa edificada en la villa de Palafrugell (Girona) por un discípulo de Gaudí, levantó un personal recinto de trabajo con el propósito de pintar, siempre, de pie y a la altura de su vista. Para los lienzos grandes había una complicada maquinaria que los elevaba y descendía según la necesidad, desde el profundo sótano hasta el alto techo. Trataba él mismo las telas, que conservaba durante un tiempo premeditado, a temperatura requerida y tersura apropiada. Para Cuixart -ignoro si en la misma medida otros artistas- la materia era objeto de amor y cuidado. Las pinturas las adquiría preferentemente en Londres y los disolventes indispensables salían de cálculos nigrománticos en la proporción exacta.

He imaginado que el pintor pretendía ser profeta en su tierra, aunque me constaba su amor por Francia y su debilidad por Madrid. Durante unos cuantos años pudo ser considerado como un bebedor fuerte, que rara vez perdía la verticalidad y jamás las buenas maneras. El viejo bar Balmoral de mis amores le tuvo como cliente distinguido y hasta los camareros llegaba la extraña seducción, expresada en la especial deferencia con que era atendido. No es fácil mantener ese tipo, que lo hace posible el exquisito trato que dispensaba a todo el mundo, conmovedor y halagador para las mujeres, satisfactorio para los congéneres, atento en todo momento. La última vez que vi a Modest Cuixart, hace un par de años, fue, a propósito, en su reducto de Palafrugell, clausurado ya el taller, dormidos los pinceles, y rodeado de una cálida tertulia de viejos amigos en un destartalado casino, delante de una melancólica limonada.

Tuvo muchas cosas y para ello es preciso dar también mucho, aunque nadie conoce las proporciones.

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