El rey que rabió a medias
ME LAS PROMETÍA yo muy felices con El rey que rabió, zarzuela que nunca había visto completa: sólo caté algunos hits -el Ay de mí y el celebérrimo y graciosísimo Coro de los doctores- en aquellas lejanas antologías que solía montar Tamayo en parques veraniegos. Me las prometía muy felices (bis) por su presunta rareza y por las coletillas que cuelgan de su lomo a modo de divisas: farsa pre-regeneracionista y crítica (se estrenó el 21 de abril de 1891) con lectura en clave. Y clave suculenta: la trama haría referencia, según los estudiosos, a una de las múltiples escapadas de Alfonso XII, acompañado en sus correrías por el general Martínez Campos. Decepción. No por el montaje de Luis Olmos en el Teatro de la Zarzuela, que desde ya les recomiendo, sino por el libreto, que no arranca hasta la mitad, como muchas de esas series -la cuarta temporada de 24, por ejemplo, o la quinta de Alias- que parecen irse escribiendo sobre la marcha, y mutan de repente y a lo loco, según las reacciones del público o el agotamiento creativo de sus autores. No me cuesta imaginar a Vital Aza y Ramos Carrión sentados en un café del Madrid ochocentista, devanándose los sesos para encontrar el maldito punto de giro, como dos guionistas de hoy. Llevan dos actos y está claro que la historia se les está yendo al garete. Quince días atrás, pongamos, pillaron un clásico asunto de opereta: el rey que viaja de incógnito por su país. Perfecto. Opereta vienesa (El príncipe estudiante) o francesa: la mismísima Périchole de Offenbach, entonces jefazo indiscutible, con su virrey escapando por la puerta trasera de palacio. El rey de Vital Aza y Carrión se encara con sus consejeros: o le dejan darse un voltio o exigirá sus dimisiones. ¡Palabras mayores! Tiemblan las poltronas, los consejeros (mayormente militares: suave audacia) bailan una polca estremecida y muy salada y el monarca se larga vestido de pastorcito. Luego viene el previsible flechazo vienés (se enamora de Rosa, una campesina), descubre las judías estofadas y el escabeche y unos reclutadores le ponen a chuparse imaginarias. A él y al general acompañante, que está que echa humo. Todo esto va muy lentico. Hay muchas danzas, mucho pasaje instrumental, mucho diálogo a medio gas. Por su parte, el maestro Chapí tarda casi una hora en regalarnos una buena canción: el Ay de mí, concretamente, la arieta o romanza de Rosa en el cuartel. Aventuraría (hoy tengo el día taumatúrgico) que Chapí se enamoró de Rosa como Mihura de Ninette, porque le sirve los mejores platos: poco más tarde, la soprano se lucirá con la mazurca de las segadoras, ese Ris Ras que parece prefigurar el Arlequín de La generala. El rey, desengañémonos, tarda lo suyo en pillar cacho musical. La tarde de domingo en que fui a la Zarzuela lo interpretaba Jorge de León. Buen timbre y chorro de voz, pero pelín afectado para mi gusto. Un poco Luis Mariano. Rosa era Susana Cordón. Espléndida, diáfana. Cantando hasta las haches, como suele decirse. Y buena actriz. Luis Álvarez, estupendo barítono, con una gracia contenida y efectiva, casi inglesa, interpreta al General. El pastor Jeremías, novio despechado de Rosa, es Emilio Sánchez, un tenor que podría deslizarse hacia la comicidad excesiva pero echa muy bien el freno. Tiene un número que no desdeñarían Gilbert & Sullivan, ese Raconto acelerado y trabalenguón, casi un rap canovista. Volvamos al café del principio. Los libretistas contemplan el mediado manuscrito, rodeado de copas y colillas. El motor argumental está dando sus últimas boqueadas. Debió ser entonces cuando, pongamos, Vital Aza va y dice: "Oye ¿y si resulta que un perro muerde al rey y todos creen que tiene la rabia?". Carrión: "No va a colar. Es una chorrada como un piano. Deja la absenta, Vitalín". Vitalín insiste: "Vale, pues la complicamos un poco. No muerde al rey. Muerde a Jeremías, el pardillo, y le confunden con el rey". Carrión medita. "Pues igual sí. Probemos. Total, esto no iba a ningún lado". Y lo prueban, y El rey que rabió pega un subidón. Apostaría algo a que el Coro de los doctores les salió aquella misma tarde, entre vapores absentistas: "Juzgando por los síntomas que tiene el animal...". Y la romanza del rey ("ella, infeliz, enamorada..."), que es su mejor tema -del rey, digo-; el más operístico. Y el terceto de "mi bien, mi dueño", con el Rey, Rosa y Jeremías. Chapí también se contagió de su entusiasmo, seguro. Luego se cansarían -los españoles somos así: no nos va el esfuerzo sostenido- o quizás se les pasó el efecto de la priva, porque el coro de las embajadas vuelve a ser un latazo bastante trillado. Luis Olmos lo salva convirtiendo a las princesas (una escocesa, una italiana y una rusa, como en los chistes) y a los embajadores en acróbatas. Y muy buenos, por cierto. Todo el montaje tiene ambiente y vestuario (figurines de Pepe Corzo) y perfume circense. No me pregunten a qué viene, pero queda muy bonito y muy vistoso. Hay dos momentos de auténtica poesía: cuando Rosa canta el Ay de mí en un cuartel en penumbra, iluminado por una claridad rojiza, y la escena del Nocturno, un instrumental que es Puccini puro, y que Olmos monta convirtiendo a la luna en un trapecio de aro donde se balancea un Pierrot plateado, y los perros (dos señores o señoras vestidos de terrier grandote) rondan a sus pies. No suelen gustarme los interludios porque ralentizan la acción, pero ése es una joya, como el pasaje, más sinfónico, que separa el segundo y tercer acto. Lástima que esta zarzuela no se pueda recortar o comprimir: a la primera parte le quitas la mitad y aún sobra. El resto, ya digo, es una verdadera delicia. También hay que aplaudir que el teatro de la plazuela de Jovellanos se haya decidido a subtitular (o sobretitular) sus espectáculos. Sólo el cálculo de algoritmos iterativos, el Tractatus de Wittgenstein o la desencriptación de los códigos nazis antes de que llegara Alan Turing debe de ser más difícil que intentar entender lo que canta un coro zarzuelero.
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