'In pártibus infidélium'
El espíritu de la Bauhaus fue muchas cosas pero también una aventura por completo americana de la cual, sin embargo, solemos prestar atención exclusivamente a la parte norteamericana. Ya se sabe: Mies van der Rohe y Oscar Schlemmer en Chicago, Marcel Breuer en Nueva York, Walter Gropius en Harvard, etcétera. Esta exposición viene a recordarnos oportunamente que la Bauhaus también se expandió por América Latina y que en ese capítulo de su historia cumplió un papel protagónico la pareja formada por Josef y Anni Albers, conocidos sobre todo por la docencia de ambos en el Black Mountain College y por la de Josef en el departamento de diseño de la Universidad de Harvard. Y, obviamente, por los homenajes al cuadrado, que este último emprendió en los años cincuenta, y que le valieron el lugar en la historia del arte moderno que el propio Albers ya daba por imposible de alcanzar, luego de sufrir el desdén de Alfred J. Barr -el director del MOMA durante esos años-, tan interesado en la Bauhaus y tan poco en lo que los Albers habían hecho en ella. En realidad, México le ofreció una salida: le dio respiro, tiempo, estímulos para sobreponerse a los apremios, las exigencias y la minusvaloración de su trabajo impuestos tanto por su extenuante labor pedagógica en el Black Mountain Collage como por los antecedentes de su dedicación virtualmente exclusiva a los vitrales en los talleres de la Bauhaus.
Josef Albers escribió: "México es verdaderamente la tierra prometida del arte abstracto, que aquí tiene miles de años"
La Bauhaus concebía el arte bajo la forma de un ideal universal, cuyo lenguaje esencial era geométrico
De hecho, en agosto de 1936
-y en el curso del primer viaje de la pareja a México- se realizó en el vestíbulo del diario El Nacional una exposición de pinturas a la aguada y de grabados que se cuentan entre las primeras muestras públicas del trabajo de Josef en América, según cuenta Brenda Danilowitz en un ensayo incluido en el catálogo. Y en esta exposición del Reina Sofía pueden verse cuadros pertenecientes a la serie Adobe, junto con otros inspirados en lugares como Mitla o Tenayuca, que dan fe de la importancia de los estímulos de todo tipo que Josef recibió de México.
El más general sobrepasa, sin embargo, el simple plano de los motivos y pretextos de una serie de obras y remite directamente a la reivindicación, la interpretación y la apropiación que hizo el arte moderno del legado cultural de los pueblos llamados primitivos. Nicholas Fox Weber cita en otro de los ensayos del catálogo esta frase de Anni, absolutamente reveladora: "Oh, sí, en México siempre sentíamos que el arte estaba por todas partes". Y no se refería a los murales con los que Diego Rivera, Orozco y Siqueiros estaban cubriendo los muros más notables del país. Y menos al arte que podía verse en las galerías de arte de la época. En realidad se refería tanto a la artesanía y los textiles que podían encontrarse en los mercados y las tiendas populares como a la arquitectura precolombina cuyos mejores ejemplos estaban siendo entonces recuperados por los arqueólogos mexicanos. Como bien se sabe, la modernidad con la que se comprometió la Bauhaus concebía el arte como bajo la forma de un ideal universal, cuyo lenguaje esencial era geométrico y cuya forma de manifestación característica era la epifanía. Ese ideal se había encarnado en la Bauhaus, pero antes lo había hecho en muchos pueblos y civilizaciones que, a su manera, practicaron el "universalismo constructivo", para decirlo con el título del libro clásico de Joaquín Torres García sobre el tema. Eso era lo que veían los Albers en México: la confirmación de su propia concepción del arte. Y cuando le correspondió el turno, Josef lo escribió: "México es verdaderamente la tierra prometida del arte abstracto, que aquí tiene miles de años". Lo dijo sin poder siquiera sospechar que un par de años después André Bretón diría que "México es un país surrealista".
Aquí está en realidad el núcleo o por lo menos la clave de la fascinación que México, al igual que Perú, ejercieron sobre los Albers. Y el gran mérito de los responsables de esta exposición es haberla concebido como un lugar de encuentro entre las obras de Anni y de Josef y una buena colección de muestras de la cerámica y de los textiles precolombinos. Eso fue lo que ellos vieron, lo que los atrajo y estimuló, y está muy bien que ahora podamos contrastar directamente lo que vieron y lo que ellos hicieron con lo que vieron.
Y lo que hicieron, aunque común,
resultó también distinto. En el caso de Anni porque ella -dados sus antecedentes en los talleres de textiles de la Bauhaus- puso el ojo en los textiles, en un contexto como el del México y el Perú de esos años en el que todavía no se había roto el vínculo con la tradición. Y por lo mismo era posible encontrar en los mercados, y no sólo en los museos de antropología, muestras reveladoras de hasta qué punto los artesanos seguían siendo fieles a las exigencias vitales de su oficio y no simplemente a sus patrones formales. Anni hizo lo contrario: consideró los tejidos no como una cartografía cognitiva sino como simples modelos formales a partir de los cuales realizó muchas variaciones igualmente formales. Josef, como ya dije, se apoderó, sobre todo, de las formas de la arquitectura precolombina y de su prolongación en la vernácula para guiarse en la composición de muchos de sus cuadros y grabados. Pero lo más sorprendente todavía fueron las fotos que hizo de esas arquitecturas, las mismas que forman uno de los más notables apartados de esta exposición.
Anni y Josef Albers. Viajes por Latinoamérica. Museo Nacional Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 12 de febrero de 2007.
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