¿Alguien recuerda al perdedor?
En Alemania, los polacos de Pawel miran el marcador y se cuelgan de sus bufandas. ¿A qué están jugando los dioses? ¿Qué fue de aquella deslumbrante compañía en la que se cruzaban el músculo y el genio? Entonces, los artistas se llamaban Lato, Szarmach, Deyna, Gadocha, Kasperczak y Zmuda. Tenían el aire bohemio que distingue a los futbolistas de barrio y a los violinistas de café. Todos tocaban de oído y todos alternaban en los juegos de percusión con Tomaszewski, Gorgon y otros colosos que se habían licenciado en timbales, saltos y empellones junto a las viejas factorías de Gdansk. Vestían con una misma elegancia aquellos primeros uniformes acrílicos cuyos dorsales rojos, desteñidos por el sudor y otros detergentes, eran al final del campeonato el logotipo de la pasión, la visión abstracta de todas las emociones.
Aquellos polacos del 74 que se disolvían en la pantalla fueron durante muchos años la expresión más fresca, vistosa y sugerente del espectáculo. Venían de la nada y se atrevían con todo. En una etapa de grandes turbulencias, se sobreponían a los malos pronósticos: conjuraban la fatalidad y, sin darse cuenta, nos reconciliaban con el destino. Cuando a Lato se le cayó el pelo, apareció el chueco Zibi Boniek como una réplica urbana de Mané Garrincha. Desde entonces siempre creímos que, bajo cualquier uniforme descolorido, al margen de los cambios de fortuna y de generación, siempre descubriríamos en los Mundiales una nueva Polonia niquelada, con su camiseta de raso y su borroso número confidencial.
Ahora, sin embargo, la hemos visto encargarse del trabajo del perdedor. Tardamos muy poco en comprobar que los poderosos seres de las profundidades que reparten suerte habían cambiado de bando. Esta vez, los duendes tomaban la forma de Kaviedes, un goleador con un incierto pasado de donjuán, y de sus lustrosos compañeros de Ecuador, personajes que, como los otros dos Tenorios del equipo, Edwin y Carlos, han sobrevivido a las escaramuzas, renuevan su pasaporte a la fama y llevan el corazón en la maleta y el fútbol en el corazón.
Vimos muy pronto que, en lo que parecía el cumplimiento de un ciclo natural, la pelota pasaba por ellos como el cubilete por las manos del tahúr: con una suavidad sólo posible entre la piel y el cuero.
Y vimos, claro está, que los polacos empezaban a perderse en su mecanismo. A falta de intuición, recitaban una y otra vez sus maniobras de escuela. Aunque ponían toda la voluntad, se les negaba el soplo divino que cambia un balón al palo por un gol de antología.
Nunca sabremos a ciencia cierta quién administra el designio de la derrota. Nos limitamos a identificar la figura del perdedor. Como el árbol caído, siempre tiene su propia sombra.
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