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Columna
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Educación

En la radio del coche oigo informaciones sobre la jornada de protesta de los educadores de Huelva por la violencia escolar. Voy camino de la Facultad para celebrar una reunión con los alumnos de mi curso de doctorado. Estudiaremos esto año la conciencia poética de algunos autores contemporáneos que al pensar en el lenguaje y al elegir metáforas representan la complejidad de las relaciones sociales entre lo privado y lo público. Bajo la pacífica respiración de la belleza suelen esconderse las tensiones más acentuadas de nuestro mundo. La cultura surge de las respuestas, a veces muy imaginativas y a veces muy prácticas, a las contradicciones de la realidad. La imaginación es el ojo de la cerradura por el que nos espiamos a nosotros mismos. El ideal de perfección de Juan Ramón Jiménez, la idea desnuda, la palabra exacta de la inteligencia, apuesta por una organización abstracta de valores universales capaces de borrar el particularismo sentimental de los objetos.

Como explicó Ortega y Gasset en La deshumanización del arte, sólo depurando los elementos sentimentales de la mirada se alcanza a nombrar una realidad válida para todos. Ésa era la misión de la poesía para el Juan Ramón de la época más purista, cuando buscaba en los versos el mismo proceso de elaboración que los ilustrados exigían a la sociedad moderna. Los valores privados debían diluirse en las verdades universales de la razón. Claro que esas verdades significaban casi siempre la renuncia a la propia experiencia histórica, a la forma de vivir y de ser en una realidad concreta. Por eso otros autores como Federico García Lorca necesitaron renovar la insatisfacción romántica, cambiando la perfección ideal de Minerva por las demandas del corazón, en una poética que se mezclaba con la sangre. El peligro entonces consistió en particularizarse demasiado, en encerrarse en uno mismo hasta caer en el costumbrismo regionalista o en el ensimismamiento personal. De los dos peligros huyó García Lorca, como huyó también Rafael Alberti en su compromiso político, incómodo ante el hombre deshabitado que naufragaba en el vacío de su subjetividad, pero avisado también ante la posible disolución de su conciencia individual en las consignas absolutas de un partido o de una utopía.

Con los matices y la especialización propia de un curso de doctorado, voy a plantear este año las relaciones entre lo privado y lo público en la cultura contemporánea. Al escuchar en la radio las declaraciones de algunos maestros, insultados por alumnos o golpeados por rabiosos padres de familia, comprendo la importancia modesta que tiene la enseñanza universitaria en el futuro de nuestra sociedad. ¿A qué élite de supervivientes irá destinada nuestra especialización en un mundo en el que los niños se sienten con el derecho a faltarle el respeto a un maestro, educados en la barbarie y en la irresponsabilidad por un padre furioso? Ya sé que no se debe generalizar, pero se trata de un problema extendido al que podemos darle el valor de los síntomas. La lección más profunda de la escuela descansa precisamente en hacer comprender a los alumnos el camino que va de lo privado a lo público.

El niño sale de su casa, en la que se vive y piensa de una manera particular, y acude a unas aulas, situadas a suficiente distancia de su habitación, en las que existe la objetividad necesaria para que puedan convivir los alumnos, sin dejarse determinar por las procedencias. El padre que irrumpe en un colegio para agredir a un maestro comete un atentado contra la enseñanza pública tan grave como el sacerdote que se empeña en educar a todos los alumnos, ayudado por el dinero del Estado, según su conciencia particular. Comprender que hay lugares que no podemos confundir con nuestra habitación, nuestra violencia o nuestro reclinatorio, lugares gobernados por la autoridad pública, es la raíz de la educación primaria. Sin esta lección, sin esta preocupación, importa poco alcanzar otros matices, llegar a las alturas especializadas. Conviene no olvidarlo.

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