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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Aguas de primavera

Marcos Ordóñez

Uno. Antígona. Oriol Broggi y su banda, La Perla 29, han vuelto a su espacio reconquistado, la Biblioteca de Cataluña, donde el año pasado atrajeron a un numeroso público con El Misántropo. Esta vez, los jardines de la calle del Hospital, a dos pasos del Romea, exhalan un sorprendente y agradabilísimo perfume francés: entre la primaveral terraza al aire libre, donde se cena de maravilla, y la nave de la antigua Escuela de Artes y Oficios que acoge su Antígona, cualquiera puede creer, durante dos horas, que se encuentra en Aviñón, degustando uno de los espectáculos sorpresa del festival. No había podido ver hasta ahora este montaje, que ya lleva más de un mes conmoviendo a los espectadores con su emoción limpia y clara, como el agua de un rebrotado río antiguo, en admirable versión de Jeroni Rubió. Broggi y sus actores han invocado manes tutelares muy poderosos. El primero, y obvio, es San Peter Brook: la economía de movimientos del grupo, el vestuario orientalizante de Roser Vallvé y la tierra rojiza que cubre el suelo de la nave evocan la atmósfera ritual del Mahabharata. Hay un segundo espíritu, dual y no menos intenso, que quizás ignoren: en ese mismo espacio, una adolescente Nuria Espert ensayó, a las órdenes del añorado Juan Germán Schroeder, aquella Medea que habría de convertirla en estrella. Imposible, pues, ver y escuchar a Clara Segura en el rol de la hija de Edipo y no pensar que así debió de ser, o muy similar, aquella hija del sol: pasión a espuertas, cuerpo y mirada en trance, y la determinación absoluta de una flecha ardiente directa hacia su objetivo. Clara Segura no se revela aquí, como la Espert de entonces, de la noche a la mañana: pese a su juventud lleva a sus espaldas un buen puñado de interpretaciones soberbias, tanto en lo cómico como en lo dramático, pero hasta ahora no le había visto yo una pulsión trágica tan intensa y tan bien modulada. Lamento no poder decir lo mismo de Pep Cruz, estupendo actor de múltiples talentos, pero entre los que no se encuentra, a mi juicio, esa densidad que la tragedia exige. Creo entender la voluntad de Broggi de marcarle un Creonte sin coturnos, por así decirlo, con las maneras de un soldadote griego repentinamente "ascendido" a jefe de Estado, pero esa llaneza, esa cotidianeidad de su interpretación, le roba pathos, le convierte casi en un tirano doméstico cabreado, salvo en su tercio final, cuando todas las desgracias se abaten sobre su cabeza y su interpretación crece, rematada por un extraordinario golpe de teatro que les comentaré unas líneas más abajo. En una puesta en escena tan desnuda y esencial chirrían, por su innecesariedad, el fragmento en inglés de la despedida de Antígona, los asfixiados aspavientos de Enric Serra (Tiresias) en la escena de la revelación o ese mensajero convertido en fool arlequinesco trufando su discurso de palabras italianas, a cargo de un Xavier Serrano impecable en sus otras intervenciones. Son, en todo caso, pegas menores que no empañan la potencia del espectáculo ni de sus restantes actores: Marcia Cisteró (Ismene), que vuelve a deslumbrar por su serenidad y su dicción, como hiciera en El Misántropo (¿por qué se prodiga tan poco esta espléndida actriz?); Babou Cham (Hemon), de imponente presencia escénica, o el sobrio y luminoso Pau Miró (Corifeo). La función concluye, como apuntaba antes, con uno de los más hermosos momentos teatrales de la temporada: Pep Cruz, fulminado ante el cadáver de su hijo, rompe a cantar un lamento griego en la más pura estela de Theodorakis (ovación y vuelta al ruedo para la banda sonora de Josh Farrar) al que se unen, en un coro desgarrador, todos los protagonistas del drama.

Dos. Aigües encantades. Puig i Ferreter fue un regeneracionista sin suerte. Su teatro, apasionado y valiente, nacido para combatir los muy diversos irracionalismos de la Cataluña de principios del XX, topó con un público que se resistía a dejar de creer en cuentos de hadas y, como no podía ser menos, con las "fuerzas vivas" contra las que dirigió sus dardos. Absolutamente marcado por la "revuelta nórdica", con Ibsen, Hauptmann y Nietzsche como triple norte, da lo mejor de sí mismo como dramaturgo en apenas cuatro años -los que median entre Aigües encantades (1908) y El gran Aleix (1912)- y vuelve la espalda a la escena para entregarse a una narrativa caudalosa (culminada por los doce volúmenes de El pelegrí apassionat) y a una vida pródiga en excesos y escándalos. Es, si se quiere, un clásico menor de la escena catalana (no llegó a estrenar en Madrid: parece que sólo había sitio para Rusiñol) pero sus piezas, aunque carentes de la complejidad de Ibsen, rebosan una sinceridad furiosa absolutamente convincente. El TNC, que ya había rescatado La dama enamorada, ha encargado a Ramon Simó la puesta de Aigües encantades, un texto en el que las innegables influencias de Un enemigo del pueblo y Casa de muñecas apuntan hacia dos enemigos tan poderosos como la religión católica y la familia patriarcal. Cecilia (Maria Molins), aspirante a maestra, y el Forastero (Fèlix Pons), un joven ingeniero, pretenden acabar, por la vía de la ciencia hidráulica, con la leyenda de unas aguas milagreras que no logran paliar la sequía de la zona. Naturalmente, su propuesta (concreta, pragmática) hará emerger un compacto entramado de intereses ideológicos y supersticiones atávicas. Aigües encantades es, si se quiere, una obra de buenos y malos (e indecisos), pero en absoluto maniquea: las actitudes de todos y cada uno se defienden aquí con una vehemente fiereza, y el vigoroso trazo de los personajes del drama anticipa al Pagnol de Manon des sources. El público aplaude, pues, la pasión del texto y la pasión de sus estupendos intérpretes, un amplísimo elenco en el que destacan, además de los citados, Jordi Martínez, Rosa Cadafalch, Manel Barceló, Santi Ricart y Jordi Banacolocha, así como la respetuosísima y diáfana dirección de Ramon Simó, que en ningún momento pretende llevar, nunca mejor dicho, el agua del clásico al molino de la seudomodernidad.

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