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Columna
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Fatal destino

Entramos en lo que pudiera llamarse el fin de la especie humana, considerada como binomio complementario. Ya en el Paraíso los animales no tenían dificultad alguna en reconocer a sus vecinos más favorecidos. "Mira, por ahi anda Eva..." . "¿Qué hará a estas horas Adán en esos lugares?". Y no porque fueran únicos, sino que habían sido fabricados siguiendo dos modelos diferenciados. Eva era un espécimen de mejor acabado, de piel suave, y una estructura que, al principio podía sugerir muy a las claras el destino reproductivo. Adán era un tosco bruto, velludo, camorrista, de manos fuertes, insensibles y de instintos primarios. Las mujeres, tradicionalmente pensaban que les había tocado la peor parte: parir, mantener la caverna limpia, cocinar al gusto del macho y aguantarle.

Hay que suponer que, en los primeros tiempos, la ropa fue más bien unisex, hasta que la diferenciación de funciones fue perfilando las diferencias, que nunca fueron definitivas. Las faldas resultaban cómodas, confortables, pero ya de antiguo, cuando las mujeres salieron al campo para hacer labores masculinas se vestían por los pies, para proteger las piernas de la jara, el barro y las sanguijuelas. No obstante, la diferencia a simple vista persistía. Cuando los marineros españoles llegaron a las costas americanas tuvieron un éxito insospechado. Las bellas y tostadas indígenas se volvieron locas por aquellos machos hirsutos y de poco trato con la higiene. Les chocaba la diferencia con sus hombres lampiños y aseados. Aquello no parecía lógicamente hilvanado. Para encubrir las canas nacieron las pelucas empolvadas y los varones se vistieron con medias de seda, jubones de Holanda, calzones de damasco y casacas bordadas. Pero a la hora de la verdad -que es como se llamaba a las guerras- el individuo recobraba su vestimenta para montar a caballo y la dama su ropaje talar.

Durante mucho tiempo, según las apariencias, la mujer se esforzó por parecerse al hombre, vestir como él, competir en todo terreno y quiza lo único que venía fallando sucesivamente era el gusto por los afeites, las cremas, los polvos de belleza, los tintes, masajes, tratamientos dietéticos, empeño en conservar la línea... Pues bien, la mujer, que es, sin duda, muy superior al hombre en inteligencia y dotes pragmáticas, está dando un giro, suave, pero persistente. Ya no quieren parecerse a nosotros, sino que desean que nos parezcamos a ellas, comenzando por el aspecto físico. El pantalón ya está asimilado. Sospecho que la mayor parte de las chicas jóvenes de hoy no sabrían qué hacer con un liguero y correrían el riesgo de romperse la crisma corriendo con unos tacones de nueve centímetros, empeño parecido al de cualquier contemporánea triscando por una mezquita con madreñas de madera. El empeño trasciende la apariencia exterior. Ya los hombres tienen largas semanas de permiso por paternidad, con objeto de abandonar su tarea profesional por la más apasionante de cambiar pañales, preparar biberones y averiguar el inmediato estado de salud de su cría mediante la observación apasionada de sus heces. Hoy parece una entelequia que el varón dé el pecho a su cría, pero todo se andará de forma que si no lo es, lo parezca.

Leo estos días anuncios en un suplemento dominical de EL PAÍS donde se aboga por la depilación total del vello corporal masculino, la multitud de establecimientos de belleza para el hombre, la proliferación de los gimnasios, centros de pilates junto a oferta de artilugios gimnásticos. Poco a poco el antiguo sexo fuerte va abandonando sus señas de identidad: dejarse el bigote, la barba, el peinado tradicional con la raya a la izquierda, etcétera. Como la mujer tiene el privilegio de peinarse como mejor le plazca, maquillarse o adornarse con pendientes, collares o cualquier joya con aspecto auténtico, ¿quién nos dice que no vaya a ocurrir otro tanto con nosotros? ¿Y qué habríamos pensado si Groucho Marx se quitara su bigotazo postizo, Fidel Castro la barba o Evo Morales el jersey de alpaca? Para mí el asunto no ha hecho más que comenzar, y me ha dejado totalmente indiferente el pase de modelos de hombres con faldas. Pienso que se han omitido algunas etapas, por ejemplo, la de los zaragüeyes moros, una prenda indecisa que debe ser sumamente cómoda. Participa de la pernera del pantalón y de la amplitud de la falda. Estrujados los atributos varoniles por la moda de los vaqueros estrechos, verdadero vendaje faraónico, alguien ha debido dar marcha atrás, para evitar la extinción prematura de los seres humanos. De la mitad, al menos.

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