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VIAJE DE CERCANÍAS
Columna
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Medias suelas y mucho amor

Justo debajo de la emisora local de la SER está el taller de compostura de Juan Ivars Ronda. La radio habla de la corrupción de Marbella y Juan, que vive una jubilación tan feliz como forzosa, mueve la cabeza en señal de incredulidad. "¿Cómo se puede robar tanto sin levantar sospechas? ¿En qué mundo vivimos, Elena?".

Elena es la hija de Juan y actual zapatera remendona de este pueblo de la Marina Alta. Juan le enseñó el oficio que inició en Benissa un tío del padre de Juan, y luego lo heredó el padre de Juan, y ahora lo regenta ella, temerosa de que los remiendos se acaben para siempre, pues sus hijos no quieren saber nada de medias suelas, tapas o tacones.

Tal vez por eso Juan se pone todavía a sus 81 años el mandil del oficio aunque solo venga al taller para hacer compañía a su hija. Ya no trabaja, y no por falta de ganas, sino porque está jubilado. Al menos se consuela mirando a su hija, de la que se siente orgulloso, porque hace su trabajo a la perfección.

Desdeña a los que van por ahí ufanándose de ser agentes urbanizadores o cosas por el estilo

Juan se levanta a las seis de la mañana y va caminando al bar del pueblo que abre temprano, y allí se sienta a una mesa a tomar café con los amigos de siempre. Los que quedan de su edad, que no son muchos, o algunos que son más jóvenes. Luego, a eso de las diez de la mañana, acude al taller. O bien se va a la huerta en las afueras del pueblo, a plantar algo o a dar de comer a los animales de corral. Lo único que no puede hacer Juan es no hacer nada. Si se quedara quieto se moriría.

Por su parte, Elena, que ya cumplió 43 años, tiene un marido electricista y tres hijos mayores. Es una mujer muy alegre. "Me metí en este oficio por amor a mi padre, así de claro", dice, "a pesar de que los comienzos no fueron nada fáciles porque en el pueblo desconfiaban de mí. ¿Una mujer poniendo medias suelas? No se había visto nunca. Este era un oficio para hombres. Y los clientes entraban y me decían: que tu padre remiende los zapatos, tú no. Pero se daban la vuelta y yo misma ponía las medias suelas. Y no lo notaban porque no había ninguna diferencia". Por suerte, eso pasó a la historia.

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Su padre no hizo otra cosa en su vida. Y no cambiaría esa vida por ninguna otra a pesar de que su oficio no le haya enriquecido. Ignora lo que es la especulación. Desdeña a los que van por ahí ufanándose de ser agentes urbanizadores o cosas por el estilo. Juan es un hombre con los pies en tierra que terminará sus días como los empezó. "¿Y para qué más?", se pregunta. Ahora nadie está contento con lo que tiene, y nunca se ha tenido tanto como ahora.

"Mi madre murió cuando yo nací. Mi padre buscó a una nodriza que había en Jalón para que me amamantara. Le pagaba cinco pesetas al día. Y él ganaba 35 pesetas al mes. No le alcanzaba para comer. Una vecina le dijo que me había visto muy flaco. Que había visto que la nodriza no me daba de mamar sino que me enchufaba a la teta de una cabra y yo mamaba la leche de la cabra, sin hervirla ni nada. Mi padre me sacó de allí y las vecinas me dieron leche condensada La Lechera. Entre la cabra y las vecinas cuando alguna podía darme un poco de su propia teta, y la leche condensada La Lechera, aquí estoy, y nunca me puse enfermo".

Elena se ríe, mientras su padre avanza en la historia de su vida: "Mi padre se casó con una mujer muy buena cuando yo tenía siete años. Me dijo que la llamara madre, y yo la llamaba madre porque se portaba conmigo como una verdadera madre".

Juan empezó de niño a limpiar zapatos y a poner alguna que otra tachuela cuando salía de la escuela y se acercaba al taller de su padre en la plaza del pueblo, y su padre le enseñó a cortar el cuero con un cristalito que era como una navaja. Luego aprendió a coser. Todo se hacía a mano, a conciencia, muy despacio. "No teníamos las colas tan fuertes que hay ahora. Ni las máquinas. Poner medias suelas, coserlas bien, te ocupaba un día. Lo mismo que se hace ahora en cinco minutos. Antes se aprovechaba todo. Se pegaban parches como de bicicleta donde había un agujero para no tener que poner medias suelas".

Elena maneja las dos máquinas que costaron mucho dinero. Pero las máquinas le permiten trabajar muchas horas seguidas, ella sola. Hizo estudios para ser secretaria pero tuvo poca suerte en su primer y último empleo. El patrón le pagó un mes y le dejó a deber once. De esto hace ya veinticinco años. Entonces se dijo: "¿Y si me pongo a trabajar con mi padre? Y se lo dije a mi padre, o él me lo propuso a mí, y con mucha paciencia y mucha ilusión mi padre me fue enseñando este oficio".

Ahora, padre e hija hablan de viejas y nuevas herramientas. El martillo era el rey. La cuchilla, la reina. El cortafríos y las tijeras fueron siempre los príncipes. Y Juan añade que cuando te encargaban zapatos a medida, por los que cobraba 15 pesetas, se sentía como un arquitecto haciendo una casa. "A veces te tragabas una tacha porque te las metías de seis en seis en la boca. Trabajabas hasta con la lengua. Y a la mañana siguiente mirabas la caca, a ver si aparecía la tacha, y no siempre aparecían. Me habré tragado ocho o nueve en toda mi vida. Era parte del oficio", añade Juan con cara de faquir.

Elena trabaja de pie. Va de las máquinas a la trastienda, y vuelve al mostrador, y jamás se mete una sola tachuela en la boca porque las deposita en unos recipientes al pie del yunque sobre el que se alza un zapato de hierro.

Juan todavía ríe al recordar una boda para la que el novio, que se llamaba Domingo, le encargó un par de zapatos. Se los probó y dijo que eran los más cómodos que había tenido en su vida, pero el día de la boda apenas podía andar. Salió de la iglesia haciendo caras de estar a punto de desmayarse. Se acercó al taller, que entonces aún estaba enfrente de la iglesia, y le dijo a Juan que aquellos zapatos eran una verdadera tortura. Juan le miró los pies: "Oye, Domingo, ¿cómo no te van a doler los pies si llevas el zapato derecho en el pie izquierdo, y el izquierdo en el derecho?".

www.ignaciocarrion.com

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