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"No poseer nada, no pedir nada, no callar nada"

Juan Arias

Fue obispo durante casi 40 años, pero nadie le llamó ni siquiera monseñor. Prefería que le llamaran padre Pedro, y entre los más íntimos, que solían ser los campesinos pobres, le conocían como Pedro a secas. El obispo catalán, que pasó casi 40 años rigiendo la Prelatura de São Félix, en Mato Grosso, en un territorio que corresponde a un tercio de España pero que tiene sólo 100.000 habitantes, ha sido -y sigue siendo, desde que se jubiló de la diócesis- una de las figuras más emblemáticas, más amadas, discutidas y conocidas en la lucha por los derechos de los campesinos pobres de Brasil.

El Vaticano le soportaba, mientras era obispo, por el respeto que le tenía la gente y por su integridad moral a machamartillo. Poeta, escritor, de personalidad dulce y fuerte a la vez, despojado de todo, nunca le fue confiada por la Iglesia una diócesis importante. Tampoco fue nombrado cardenal, a pesar de ser uno de los obispos más conocidos del mundo. Tanto amaba a su diócesis pobre, su casa pobre de obispo, su habitación espartana con dos catres, uno para él y otro por si un campesino pasaba por allí y no encontraba dónde dormir, que al jubilarse, a los 75 años, tenía la ilusión de quedarse a trabajar en la misma diócesis ayudando a su sucesor.

Recuerda que cuando llegó a su pequeña Prelatura de São Félix "faltaba todo: educación, sanidad y justicia", y que sobre todo le faltaba al pueblo pobre "la conciencia de los propios derechos y el coraje de protestar". A quienes le acusan de interesarse excesivamente por el bienestar material de los campesinos, les responde que no concibe una dicotomía entre evangelización y promoción humana. Y piensa aún hoy que "la vida de un obispo no tiene por qué valer más que la de un campesino".

En una visita que hicimos a su diócesis un puñado de periodistas que acompañábamos a la entonces directora de Manos Unidas, en 1994, nos contó que había sido amenazado de muerte varias veces, tanto por los militares, durante la dictadura, como después por los colonos, que se apropiaban de las tierras de los indios y de los campesinos pobres. Nos dijo que había pasado por cinco procesos, uno de ellos en el Vaticano. Pero lo que no le dejaba dormir es que policías militares hubieran asesinado a tiros ante sus ojos al padre jesuita João Bosco Burniera, uno de sus colaboradores. "Querían matarme a mí", contó. Lo habían confundido con el obispo porque mientras que Casaldàliga vestía como los campesinos, el padre Bosco parecía más un europeo.

Pacifista por naturaleza, no ha dejado nunca de denunciar la injusticia. "¿Pesimista u optimista?", solían preguntarle los periodistas y él siempre respondía con la poetisa brasileña Cecilia Meirelles: "No soy pesimista ni optimista, soy sólo poeta". Y como el otro poeta, siempre ha deseado "morir de pie, como los árboles". Como los árboles de una selva mil veces maltratada y humillada que él tanto defiende y ama, como gran reserva ambiental de la humanidad.

Después de su pasión por los pobres y perseguidos, Casaldàliga, hoy enfermo de Parkinson, diabetes e hipertensión, posee otra gran pasión: la de América Latina. En 40 años sólo la ha abandonado una vez para ir obligado al Vaticano. Nunca volvió a su tierra, ni cuando murió su madre, ni cuando le ofrecieron el premio Príncipe de Asturias. Suele decir que quemó las naves cuando puso el pie en esta tierra. Tenía el sueño de irse a África al jubilarse, porque, decía, quería "darle a África mi muerte ya que no pude darle mi vida". Pero entendió que, enfermo, hubiese sido más estorbo que alivio para la iglesia africana.

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El lema de su vida, lo ha escrito en verso:

"No poseer nada,

no llevar nada,

no pedir nada,

no callar nada,

y de paso, no matar

[nada".

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