Experiencia íntima
El autor destaca la capacidad de Sanlúcar de Barrameda para despertar los sentidos del visitante
Hay ciudades encendidas en la distancia, / magnéticas y hondas como lunas, / descampados en flor y calles negras / llenas de exaltación y resonancia, escribió la poeta Sophia de Mello Breyner Andresen. La localidad de Sanlúcar de Barrameda se adscribe a ese rango de parajes únicos, hipnóticos e insondables como astros, que deparan al visitante un estremecimiento íntimo, un pulso en el que el viajero siempre queda desarmado y vulnerable, emprendiendo -abrumado por la belleza del entorno y el contacto con su propio pasado, contagiado de la solemnidad con la que viene a morir aquí el Guadalquivir- un coloquio con sus propios fantasmas, una zambullida en una emoción tan plena como el cromatismo que clarea sus retinas. Este paseo será, por tanto, un periplo solitario restringido a urbanitas con nostalgia de playas deshabitadas y callejones vetustos, itinerario trazado a cordel para los descendientes de Ulises que disciernen, sabiamente, que perderse es la única manera de reencontrarse. Sanlúcar, con esa luminosidad que recubre las paredes de un lustre ambarino, el hospitalario vientre de sus bodegas y la sobriedad enrejada de sus casas solariegas, se ofrece a su espectador como un templo donde celebrar la vida. No es casualidad que atribuyan al nombre de la población los más diversos orígenes, y que en la mayoría -Santuario del Lucero, Lugar Santo...- predomine ese componente espiritual: Sanlúcar siempre se ha desmarcado por un empaque más proclive a lo trascendente que a lo prosaico.
No hará falta pues equipaje para nuestra peregrinación, si acaso un cuaderno y un bolígrafo que nos ayuden a ordenar nuestras cavilaciones, y nuestra cita tendrá lugar en el otoño, cuando la algarabía de los veraneantes ya no es sino un eco acallado, el mar comienza a encresparse en el horizonte y la contundencia con la que el sol se entregaba semanas antes se ha amansado tras un embozo de nubes que tiñe la travesía de un fulgor áureo. Lejos quedan la efervescencia de la Feria de la Manzanilla y el exotismo de las emblemáticas Carreras de Caballos, que han engalanado la ciudad de un revestimiento festivo en primavera y verano: recordemos que, frente al carácter abierto de esas fiestas, nuestra celebración será de índole privada. Saldremos en los primeros tramos de la mañana hacia la espectacular Plaza de Abastos de la localidad, donde el trajín de los comerciantes no se incomoda por las miradas ajenas. Esta primera escala, en apariencia poco refinada para un trayecto que se pretende excepcional, tiene su lógica: si, en ocasiones, para divisar la grandiosidad de un territorio hay que ascender hacia una torre o algún punto elevado, otras veces hay que descender a los compartimentos de un mercado para percibir en toda su magnitud el patrimonio natural de una comarca. Y Sanlúcar muestra aquí sus bazas de manera impúdica: no sólo en la portentosa diversidad de sus productos marítimos, donde acompaña a los consabidos y excelentes langostinos un sinfín de posibilidades que incluye ortiguillas, corvinas, urtas o acedías; también en la bondad de una huerta que ha propiciado la sólida tradición gastronómica de la zona. Hay un reverso íntimo en el tránsito del viandante por los puestos del propio mercado y de las inmediaciones: el paseante acabará extrañamente conmovido por la dignidad del paisaje humano, saldrá con las defensas debilitadas por la sucesión de colores, esencias y sensaciones que una Plaza de Abastos como ésta aporta a quien la visita.
Si con el vigor y la proximidad de estos hombres y mujeres, el Ulises que encarnamos por un día ha recobrado la confianza en sus semejantes y se ha reconciliado con el presente, afrontará ahora una caminata en dirección al Barrio Alto con la que revivirá el esplendor de otras épocas: subirá la Cuesta de Belén e intentará datar el origen de la sublime talla en piedra de Las Covachas; tomará aliento en los alrededores del Auditorio de la Merced, mientras se embelesa con la fisonomía del Barrio Bajo que se vislumbra desde el mirador; dejará a un lado el Palacio de Orleáns, testimonio de un período en que nobles y burgueses eligieron la ciudad como destino turístico y apostaron por una bellísima arquitectura, y desembocará en tres fascinantes descubrimientos: el Palacio de Medina Sidonia, que alberga un fabuloso archivo histórico; la Iglesia de Nuestra Señora de la O, construida en el siglo XIV y poseedora de una hermosa fachada gótico-mudéjar, y, algo más lejos de los otros dos monumentos, el Castillo de Santiago, del siglo XV, que fue residencia de los Reyes Católicos y refugio de los franceses en la Guerra de la Independencia. Es deseable que el viajero avance sosegadamente, permitiendo que la armonía del escenario vaya calando en su ánimo, que la quietud de ese paseo matinal se adentre en sus pulmones, prestando atención al trayecto interior que se desarrolla en sus reflexiones.
Antes de que la intensidad de esta exploración menoscabe las energías del paseante y éste se entregue a los placeres culinarios que Sanlúcar prodiga, se recomienda el desplazamiento a la playa: dependerá de las fuerzas que se llegue a la retirada franja de La Jara o el caminante se detenga en la más próxima de Bajo de Guía. Allí, frente a la fértil perspectiva de Doñana, la Argónida que inspirara a Caballero Bonald, el hombre apuntará en su libreta algunas ideas inconexas: sobre la memoria iluminada de un río que despide aquí su último suspiro, sobre la soberbia naturaleza a la que enalteció la Historia. Y, después, inspirado por la musa del paisaje, reencontrado por el hechizo de Sanlúcar, comenzará a escribir sobre sí mismo.
- Barbiana. Calle Ancha. En la carta destacan papás aliñás y tortillitas de camarones.
- Pozo. También en la Calle Ancha. El magnífico tocino de cielo de esta confitería es sólo una de las muestras del talento para la repostería que hay en la zona. Sanlúcar también puede presumir de la calidad de los helados: muy próximos a Pozo se ubican las heladerías Toni y La Ibense.
- Fundación Domínguez Lobato. De reciente inauguración, nace con la pretensión de promover el arte, la literatura y el flamenco en la localidad.
Braulio Ortiz Poole es autor de Francis Bacon se hace un río salvaje, Premio Andalucía Joven de Narrativa 2003.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.