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Columna
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Genio

EN EL momento actual, en el que celebramos con atrevida arrogancia nuestro dominio de la naturaleza tan sólo por comprender algunas claves de la vida y por la capacidad de replicar e intervenir a voluntad sobre su desarrollo, quizá sea un buen momento para tratar del "genio", término latino de origen griego que, en primera instancia, significa que somos, como mortales, un engendro. Es decir, seres engendrados por otros, a los que debemos nuestra peculiar naturaleza. En este sentido, "genital" o "genoma" derivan de "genio", pero también, si se habla en colectivo, "gente", una raza, una tribu, un pueblo, una nación característicos. Esta segunda derivación nos demuestra que, aun siendo impersonal en principio, como lo es lo natural de nuestra naturaleza individual, nuestro código genético, nuestro ADN, hay luego que vivirlo, "personalizarlo", una operación que exige el tiempo de una existencia, en la que interviene la historia y la cultura. En suma, la experiencia, que es tanto biológica como social.

En un brevísimo y muy sustancioso ensayo, titulado Genius, de publicación italiana reciente, el filósofo Giorgio Agamben aclara la raíz etimológica y el uso cultural del término en el mundo antiguo romano, pero sobre todo comenta su significación histórica, que no es sólo, como se cree hoy, la potencia creativa extraordinaria de un hombre manifestada a través de la producción de obras maestras, sino el reconocimiento del valor intrínseco de la vida como gran engendradora de sí misma y, por tanto, la fuerza impersonal que nos habita sin siquiera ser conscientes. De esta manera, ser genial es vivir acorde con la propia naturaleza, sin lo cual difícilmente podríamos dar cuenta de nuestro potencial, tanto más infinito cuanto precisamente impersonal. El caudal de nuestra fuerza, sin embargo, como nos advierte Agamben, decae y nos aleja de nuestro cada vez más debilitado genio, lo cual, en quienes son artistas, sean o no reconocidos como tales, no sólo no merma la productividad, sino que la hace más consciente y, por consiguiente, más sabia, más dominadora. Si bien, también por ello mismo, más melancólica.

El combativo Harold Bloom, en Genios. Un mosaico de cien mentes creativas y ejemplares (Anagrama), afirma que el genio literario se fragua en el desafío de las reglas y "necesariamente invoca lo trascendental y lo extraordinario porque es plenamente consciente de ellos", con lo que es mirado con recelo en nuestra materialista época que descree del canon y del poder de la conciencia. En todo caso, aunque sea una tentación histórica recurrente, el hombre no es sólo el resultado predestinado de una cifra biológica que periódicamente cree definitiva, Dios o el genoma, sino su vivencia, su actualización. La memoria nos sirve para relativizar los sucesivos contenidos de nuestra fanática fe, una memoria que se activa particularmente en la proximidad de la muerte, o, como dice Agamben, en la "despedida", cuando "comienza el larguísimo desprendimiento de uno mismo", ese momento artístico, único y decisivo, en el que se bendice el genio de la vida porque su fuerza creadora es todo menos personal. El genio es justo, pues, lo contrario del éxito.

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