España posible
Hay una España posible. Una España de la razón. Una del corazón. Una España del deseo confundiéndose con la realidad. Hay una patria perdida y nunca encontrada en el templo. Hay una patria escondida que todavía seguimos buscando. Una patria no pútrida que se sueña, se recuerda, se añora y se echa de menos. Una España que no conocimos. Esa es la España de la República. La patria derrotada. Sobre ese imaginario lugar tan real como la literatura, la verdad de las mentiras, han hablado, discutido, añorado, creído, descreído o imaginado españoles del interior y españoles del exilio. España, en México se piensa mucho en ti. Máter España, como canta mi amigo, el ronco sentimental de Tirso de Molina, antes Progreso, ahora zanja, sueño de flores sin rambla, socavón de Gallardón. Madrastra España, bajo la luna, bajo el eclipse, al otro lado de las alambradas, más allá del muro. Cómplice España, "Perejil, Ceuta y Melilla... tópica España, fibra óptica y ladillas". De esas Españas se hablaba esta semana que recordamos a Lázaro Cárdenas. Aquel general que por corazón, por corazonada, se atrevió a tener razón, recibir a la España derrotada, a la más razonable. El corazón de Cárdenas tuvo razón.
En el viejo reducto liberal del Ateneo de Madrid, un lugar demasiado detenido en el tiempo, se reunieron el exilio, sus hijos y sus nietos, esos que ahora son mexicanos, que fueron España republicana por la gracia de Cárdenas. Tomás Segovia, tan sereno y lúcido. Elena Aub, hija de su padre y sus ironías, pero con mejores ojos. La familia Cárdenas, rodeados de escritores, profesores, políticos o ciudadanos que crecieron superando "la enfermedad" del exilio. Allí Almudena Grandes, que venía de presentar su libro de cuentos, de recuperación de las emociones adolescentes, en un bar hispano-republicano, rodeada de amigos que saben con ella que "ser español es muy difícil". Que fue mucho más difícil cuando se exilió otra España, la España posible. La derrotada pero no vencida. La que siguió viviendo en aquel México que supo demostrar que los perdedores tenían razón. No todos eran burguesía liberal, no todos habían pasado por los colegios de la Institución Libre de Enseñanza; no todos fueron poetas, editores, cineastas, científicos o profesores. No. Allí estaba para recordarlo, Jordi Soler, el nieto de los "rojos de ultramar", el niño que creció en catalán en las selvas de Veracruz, el niño republicano que comía butifarras, el hijo de unos trabajadores que pudieron huir de los campos de refugiados de Argelès. El nieto de republicanos que nunca llegaron a reunirse en los cafés de la capital federal, en los ateneos o en los colegios donde se cantaba el himno de Riego. Jordi Soler, nieto de unos republicanos que no se conformaron con soñar cada tarde que Franco estaba a punto de caer. No, ellos quisieron pasar a la acción, hacer que Franco dejara de existir.
Ya casi nadie sueña con Franco. Quizá en algunas pesadillas. También aparece, una cosa rara, en la ópera, en el Teatro Real, en algunas de las representaciones de Don Giovanni. ¿Por qué la bronca? ¿Contra quién la bronca? Contra las voces de Carlos Álvarez, María Bayo, José Bros o María José Moreno. No creo. Contra Víctor Pablo Pérez, tampoco. ¿Entonces contra quién las broncas, los gritos nostálgicos, las quejas? Pues contra Lluís Pascual. Y no por ser de Reus, que lo es. Ni por el tripartito. Ni por afinidades con Carod, que no las tiene. ¿Por qué la bronca contra este director de escena? ¿Contra este hombre de teatro que tantas veces, tantos años llevamos aplaudiendo en Madrid? No, no ha sido por nada de eso. La bronca es porque se atreve a no ser nostálgico del franquismo. Porque ironiza contra aquellos que llenaban la plaza de Oriente, que sacaban pañuelos a favor del dictador, que le mantenían subido a su caballo, y que la realidad la confundían, la enmascaraban con la propaganda del No-Do. La bronca, una cosa rara en ese teatro, viene por los que quieren que siga en su caballo el espíritu del dictador. La bronca viene porque algunos siguen creyendo que la plaza de Oriente es suya, que la calle es suya y la ópera más suya. Todas las críticas que se quieran a Lluís Pascual, a la orquesta, a los cantantes, a los donjuanes o a la dirección. Pero esas broncas para añorar el pasado ya no pasarán.
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