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Columna
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Atropellos

En un reciente viaje que realicé a México DF, aprendí que los peatones son una especie en peligro de extinción. Sí: todas las personas con las que intercambié comentarios en aquel albañal monstruoso de rascacielos, patios, semáforos y estatuas me confirmaron que la ciudad era inasequible al calcetín y al zapato, y que si uno debía desplazarse lo hacía siempre desde la estrechez del coche. Para el mexicano, el automóvil se ha convertido en el exoesqueleto, en la cáscara que protege la pulpa, en el cráneo en que se guarda la endeble materia de las decisiones y los anhelos. Pronto, me parece a mí, acabaremos igual en esta orilla. Acabo de leer dos o tres sueltos en el periódico que, aislados, pueden parecer cada uno hijo de su padre y de su madre, pero que si se colocan uno al lado del otro encima de la mesa insinúan una amenaza común: los coches están a punto de comérsenos. De un lado, me entero de que la mayoría de los conductores emplea su vehículo para efectuar recorridos de apenas tres kilómetros, que sus tobillos y sus pulmones podrían acaparar sin esfuerzo; de otro, sé de un reciente atropello en plena Sevilla en que una niña casi se convierte en pasta de sandía por obra de un parachoques destemplado; de otro más, oigo que un joven de veintipocos años va a ser procesado por arrollar a una chica en la calle Torneo, cumpliendo una acción que muchos ingeniosos han acuñado ya como táctica Farruquito: pasar por encima y cerrar los ojos. Todo lo cual, unido al crecimiento alarmante de los badenes que detecto en mi barrio y a la elevación de los pasos de cebra del asfalto, me lleva a una conclusión: el coche es una bestia feroz de la que conviene protegerse, contra la que hay que elevar empalizadas y cavar fosos para que no acabe masticándonos entre sus radiadores.

Pero en fin, la amenaza es vieja y viene de lejos. Se trata de la rancia moraleja de Frankenstein y del hijo desagradecido que se vuelve contra la mano (por citar un órgano) que le hizo existir; confiamos nuestra felicidad a las máquinas, les permitimos entrar en casa, les otorgamos las avenidas de nuestras ciudades, dejamos de hablar con la familia para estar con ellas, variamos nuestros hábitos de hambre y sueño para compartir nuestra vida con sus engranajes, y ellas nos traicionan. El teléfono móvil induce al cáncer con su electromagnetismo alevoso; la televisión crea psicópatas que tenemos que despachar a base de impuestos y farmacias; el coche nos tritura en los cruces sin darnos ocasión a girar la cabeza para verlo llegar. Cuando leí que Gaudí había muerto aplastado por un tranvía mientras paseaba inocentemente por Barcelona pensé que aquel suceso encerraba de algún modo el desdichado sino de nuestra modernidad. El arquitecto había empeñado su entera existencia profesional en crear ciudades más hermosas, más humanas, dotadas de edificios orgánicos que parecían algas y cisnes y por los que podía deambularse como por un zoológico, sin la frialdad ni la rigidez que transmiten la piedra o el metal. Y precisamente el metal, abogado del progreso, tuvo que venir a eliminarlo entre dos rieles, tal vez para rescindir un sueño, para asegurarse de que los hombres no siguieran detentando el control de las ciudades. Porque ya no las controlan: quién puede atravesar a ciegas una calzada son perder algo más que la orientación en el empeño.

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