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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Nieva sobre Jamaica

Marcos Ordóñez

Es cosa sabida que en los teatros del centro de Londres predomina la audiencia blanca, de clase acomodada y con una media de edad de cuarenta para arriba. Pero esta noche y cada noche, desde el pasado mes de mayo, el Apollo Shaftesbury está lleno a rebosar de familias enteras de jamaicanos porque van a contarles la perra vida de sus padres y abuelos en el Londres de los años cincuenta: The Big Life, el primer musical concebido y protagonizado por afrocaribeños que pisa el West End. Las entradas, habitualmente prohibitivas, se pueden conseguir a mitad de precio si las compras en Stratford East, el barrio en el que se asentaron aquellos recién llegados de las antiguas colonias. En Stratford se afincó también, por las mismas fechas, la legendaria compañía de Joan Littlewood, que comienza a trabajar con la gente del barrio y, en la más pura estela brechtiana, cocina musicales populares que revolucionarían el género, como Oh What a Lovely War, una relectura ácida de la Gran Guerra, o Fings Ain't Wot They Used T'Be, de Lionel Bart, un retrato al minuto del proletariado cockney. Joan Littlewood, pues, fue la madre fundadora de los "New Urban Musicals", el proyecto que Philip Hedley puso en marcha en el Royal Theatre de Stratford, dando voz y protagonismo a los artistas de la comunidad. Con el apoyo del Arts Council y de innumerables fundaciones privadas, Hedley y su equipo llevan ya cuatro producciones: Baiju Bawra (2001), de Niraj Chag, la revista Funny Black Women on the Edge (2002), Da Boyz (2003), una revisión de The Boys from Syracuse, de Rodgers & Hart en clave de rap y hip-hop y, por supuesto, The Big Life, estrenada en el Royal en abril de 2004, y que saltó al West End en primavera, coincidiendo, por cierto, con otro transfer -del Cottesloe al Garrick- sobre la vida actual de los antillanos en Londres, la multipremiada Elmina's Kitchen, de Kwame Kwei-Armah, también el primer texto de un joven autor de origen afrocaribeño que accedía al teatro comercial.

The Big Life es el primer musical en Londres protagonizado por afrocaribeños

The Big Life ha sido un auténtico "trabajo de barrio". Su autor, Paul Sirett, y los miembros del reparto entrevistaron a los más viejos del lugar para que les contaran sus recuerdos de aquel Londres glacial y racista, y Paul Joseph, cantante de la banda The Nazarites, compuso una partitura a ritmo de ska, el padre jovial, sincopado y danzón, del reggae. Decidieron juntos que el motor festivo de la trama sería el mismo de Trabajos de amor perdidos, de Shakespeare. Así, la historia arranca en 1956, a bordo del Windrush, el buque en el que los emigrantes de las Indias Occidentales llegaban, en oleadas sucesivas, al puerto de Southampton. Conocemos a los cuatro protagonistas, jóvenes y llenos de esperanza: Ferdy (Victor Romero-Evans), un licenciado en filosofía que ha escrito un libro sobre los estoicos y aspira a dar clases en la universidad; Bernie (Neil Reidman), que quiere seguir trabajando como ingeniero; Lennie (Chris Tummings), un experto mecánico, y el inocente Dennis (Marcus Powell), convencido de que mostrando la medalla de su hermano, un piloto de la RAF muerto en combate, se le abrirán todas las puertas. En el barco, Ferdy propone un pacto: mantenerse apartados de las mujeres y el alcohol hasta alcanzar sus respectivas metas. Naturalmente, tan pronto lleguen a Stratford conocerán a cuatro chicas despampanantes y ansiosas de juerga: Mary (Lorna Brown), Kathy (Claudia Cadette), Zulieka (Maureen Hibbert) y Sybil (Yaa). Y se toparán todos con una realidad lluviosa, fría y hosca, que cuelga en las pensiones el rótulo "No blacks, no Irish, no dogs", y les aboca a ser siervos del Imperio en los peores trabajos: ellos acabarán como camareros y conductores de autobús, ellas como criadas o enfermeras en la recién creada Seguridad Social. The Big Life podía haber sido un áspero melodrama realista de ilusiones rotas y vidas fastidiadas, pero estamos en un crowd-pleaser, nacido para gustar a todo el mundo: un musical muy clásico, muy a la americana, que celebra con alegría el espíritu comunitario y la fuerza ante la adversidad. Hay una subtrama descaradamente sentimental a cargo de otro miembro del grupo, un pastor evangélico (Geoff Aymer) que se enamora de una joven prostituta blanca (Amanda Horlock) con, lo adivinaron, un corazón más grande que el Big Ben, pero predomina el humor casi sainetesco, de réplicas veloces y afiladas, concentrado en los imperiosos avances seductores de las cuatro princesas de Stratford y la difícil resistencia de sus célibes víctimas, una tensión sexual que estalla en tórridos números de danza -como el aplaudidísimo Better Than You-, firmados por el coreógrafo Jason Pennicooke, que también interpreta al mismísimo dios Eros, la estatua de la fuente de Piccadilly que cobra vida para unir a las parejas. En un cielo imposible, el cielo eternamente azul de Jamaica, una banda de cinco músicos desgrana impecables piezas de ska, y baladas de soul (el precioso dúo Whatever Happened, entre Bernie y Sybil), y spirituals que la compañía interpreta a coro, y calpysos "narrativos" con la prosodia de la época, en la línea de aquel London Is the Place For Me que popularizó el gran Lord Kitchener. De ese cielo brota la música y de un palco del Apollo las descacharrantes intervenciones, en el más puro estilo de La Cubana, de la actriz cómica Tameka Empson en el rol de Mrs. Aphrodite, una vieja antillana, de peluca azulada y lengua viperina, que durante los cambios de decorado comenta la acción y habla con el público, improvisando cada noche según la respuesta de la audiencia. Una audiencia maravillada, divertida y, sobre todo, emocionada: no queda un ojo seco en la escena de la llegada del Windrush ni, desde luego, en el número final, Be Good To Yourself, que los protagonistas, al fin reunidos y dispuestos a seguir adelante como sea, cantan mientras cae la nieve sobre Trafalgar Square. The Big Life permanecerá en cartel, en principio, hasta finales de octubre.

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