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Reportaje:

Frida Kahlo, la mirada del dolor

La impresionante exposición antológica de la artista mexicana en la capital británica revela su hondura y su talento

Juan Cruz

Lo primero que impresiona es el ojo. Y, en seguida, el dolor. Esta exposición revela a una mujer que nunca aceptó que el dolor significara un abismo, y saltó sobre él como si estuviera poseída por las garras de un tigre bellísimo.

Frida Kahlo renace ahora con un esplendor que la historia le había regalado a su marido, el artista Diego Rivera; para él habían sido las leyendas y las películas, los grandes titulares, y ella parecía que debía vivir siempre como la sombra de su icono.

Como siempre termina flotando la belleza por encima de la pompa, ahora ella es la heroína, y llueven sus propias leyendas, la mayor parte de ellas verdaderas; el cine se fijó en su biografía y finalmente el arte de Frida Kahlo se defiende por sus propios méritos.

La antológica verdaderamente impresionante que se podrá ver hasta el próximo 9 de octubre en la Tate Modern de Londres es el cenit de esa recuperación fascinante de una mujer a la que la historia del arte había puesto en el simple apartado de las biografías.

Y lo importante de Frida Kahlo, en efecto, no son las anécdotas, ni siquiera aquéllas más dramáticas que se refieren al deterioro físico que la asaltó desde la adolescencia. Lo que sobresale de esta mujer es la capacidad con la que se desdobló para ser la que sufría y aquella que hacía la crónica de su propio dolor. Ninguna de las circunstancias que la hicieron una mujer reiteradamente herida escapa a su propio ojo; se mira abortar, se contempla en el accidente que le costó la movilidad, retrata los clavos que la ataron a un sufrimiento perenne..., y en ese viaje infinito al dolor propio se acompaña de un ojo que está casi tan presente (en los cuadros, en sus obsesiones) como el propio dolor que contempla.

No se puede contar esa historia tan dramática y crear a partir de ella una extraña belleza sin las muletas de la tradición artística; y Frida Kahlo la atrapa al aire de la época que vivió. Cuando el surrealismo parecía la otra parte de la política (Rivera era comunista, ella era surrealista), Frida Kahlo se apropió del símbolo mayor del arte que le fue contemporáneo: el ojo, el ojo con el que Dalí se incrustó en los sueños, el ojo que le ayudó a Breton a descubrir los fuegos locos de los volcanes que visitó (en Tenerife, en México), el ojo de Bataille...

El ojo de Frida es su tercer ojo, y ella lo incrusta en la frente como si ella misma fuera otra mirando... Ella lo sabe, lo advierte y lo señala, a veces con una ironía que no sólo está en la esencia de su lenguaje de cronista de México sino en los propios títulos de los cuadros... Ojo avisor, El ojo de la muerte, Ojo con reloj...

Lo que está viendo el ojo a lo largo de toda la exposición (y de la vida) de Frida Kahlo es la muerte, la que se aproxima y la que se toca..., y no sólo la muerte del cuerpo sino sobre todo la muerte más cruel, la que se tiene en vida...

El reloj, otro elemento que los surrealistas (Dalí, sobre todo) utilizaron para señalar que el tiempo acecha, le sirve a Frida Kahlo para subrayar ese carácter suyo de cronista de la desgracia, y también de las peculiaridades de México...

Un cuadro en el que ella narra la noticia de un suceso (un hombre explica que en realidad no quiso matar a su mujer, a la que había apuñalado reiteradamente) marca el sentido del humor con el que aborda la actualidad que le llega a la habitación en la que está confinada... La sociedad y sus rostros, el viaje imposible o soñado, la reiterada aparición en sus pesadillas de aquel accidente de autobús que la paralizó para siempre están en la iconografía perturbadora de una exposición que no nos va a dejar indiferentes...

A Frida Kahlo la historia le fue esquiva. Y ella quiso abandonar la historia, hacerse nada, desaparecer. Como si se tratara un símbolo de la inmundicia en la que se creyó metida para siempre, acosada por el desamor de su marido, y también por su propio desamor, retrató su aborto como si estuviera contando el deseo retrospectivo de haber sido ella misma la que no hubiera nacido nunca...

Lo que sorprende es la vitalidad de este dolor que Frida cuenta siempre como si le estuviera ocurriendo a otra persona... Ella es ella y otra al mismo tiempo, la que ve y la que se ve...

Esa obsesión por la dualidad está omnipresente en la exposición, muchos de sus autorretratos son los autorretratos de las dos Fridas, como si en la búsqueda de la otra hallara alivio la real, la verdadera Frida... En esa violencia que subyace en el reconocimiento del propio dolor se deslizan muchas veces, y en muchas escenas reales o pintadas de la exposición, instantes en los que Frida pudo haber rozado la felicidad, o por lo menos la armonía.

Los críticos de arte seguramente recomendarán, o habrán recomendado, que se vea esta exposición sin los prejuicios biográficos. Tienen razón. Aunque esa biografía [que en estas mismas páginas de Revista de Agosto trató el escritor colombiano Mauricio Bonet el pasado 23 de agosto] es indisociable de esta pintura, mirarla ya te lleva a la biografía...

Con una minuciosidad de reloj, Frida desgrana su autobiografía como si estuviera tachándose a sí misma, y alguna vez, con ironía o con malhumor, lo hace, integrando con frecuencia, y no siempre con la misma ternura, al marido al que amó con tormento y con furia... Diego en mi pensamiento es uno de esos cuadros en los que la Frida irónica, o no tan irónica, reconoce que en su vida hay dos elementos que le hacen luchar para vivir: el propio dolor y Diego Rivera.

La exposición no te deja indiferente... Hay que verla con la calma con la que se lee un libro; la historia de México y la historia del arte que se hacía entonces están en cada una de las salas que la Tate Modern ha dispuesto para que el recorrido no sea sólo plástico y también didáctico...

Y la Tate tampoco te deja indiferente. Convertida en uno de las grandes galerías públicas del mundo, la Tate Modern, que ahora dirige con el pulso que ya se le conocía el valenciano Vicente Todolí, tiene el valor de haber sabido vender el arte como una sugestiva mezcla de espectáculo y de intimidad.

Las grandes colas ordenadas, la librería repleta, el restaurante de calidad y de precios razonables incluso para Londres, la preocupación por el público y la actitud del público impresionan a los que estamos acostumbrados a nuestros museos desangelados, tristes y caducos...

En ese marco tan moderno y tan eficaz, la herida que supone la contemplación pausada de esta exposición extraordinaria pone en evidencia el poder que el dolor tiene para convocar la belleza. Esta exposición de Frida Kahlo tiene el poder del dolor, muestra la mirada afectada por los rasguños de la desgracia. Ese ojo nos está viendo.

<i>Frida Kahlo y Diego Rivera</i> (1931), óleo de la colección Albert Bender.
Frida Kahlo y Diego Rivera (1931), óleo de la colección Albert Bender.

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