El peso sutil de las palabras
Cuando me hicieron esta foto yo tenía cuatro años, (era 1960) y estaba a punto de aprender a leer, pero lejos aún de comprender el peso que las palabras pueden llegar a tener. La playa en la que estaba era (y es) la de San Miguel, en Almería, y así se sigue llamando aunque cada vez menos gente lo sepa, sepultado su nombre bajo el superior de El Zapillo, que en buena medida lo engloba. Entre ambos términos y sus dos mundos se enmarcan mi infancia y adolescencia almerienses.
Nací y viví siempre en Madrid, entonces guardaolas de todas las Españas, de padre almeriense y madre santanderina, matrimonio tan por casualidad (se llevaban 20 años y 11 meses) como se me ha representado siempre la chispa misma que daría después lugar a mi nacimiento. Pasé, colegio a parte, todos aquellos años en un ático abierto a los cuatro puntos cardinales, y por lo tanto muy luminoso, del barrio de Embajadores que recuerdo, sin embargo, enormemente oscuro, porque en la retina de mi memoria la luz no tiene otro lugar que el El Balneario.
Era San Miguel en mi léxico familiar El Balneario, y es que justo un balneario fue lo que mi abuelo planeó a principios del XX, balneario que la inconstancia sureña dejó en simple hacienda familiar de tres filas de viviendas, un enorme jardín que desecó el tiempo y algunos detalles sueltos que han andado hasta hace relativamente poco rondando por ahí.
Daba una de esas filas de casas a la playa, entonces tan estrecha que en los días de oleaje las alcanzaba el agua pese a que estuvieran construidas sobre una especie de paseo elevado casi un metro sobre la arena, la playa, ahora tan distinta que incluso es enormemente ancha, al lado de la cual llevo viviendo 20 años desde que un impulso inasible me ató a mi vieja casa del verano en un largo, larguísimo agosto que no ha acabado aún y que va camino de cerrar el círculo de mi memoria: sé que cuando sea definitivamente viejo y, por lo tanto, ámbito casi exclusivo de recuerdo, mi mente paseará sobre todo por estas tres filas de casas y su playa, la que ya no me gusta.
Me gustaba cuando era una sucesión de toldos como salas de estar en las que la gente se contaba cosas. Era una playa casi vacía porque no fueron, aquéllos, años de mucha intersección social y bajaban poco los vecinos de los barrios populares que había por las vías. Los proletarios y sus hijos fueron ganando su espacio playero con los años, y muy especialmente a partir de la llegada de la democracia. Hasta entonces, y paulatinamente más a medida que mi infancia se iba haciendo adolescencia, marchaban calle Poniente abajo (otro nombre perdido) tan sólo los domingos, cuando venían, también, los soldados de Viator.
Ésos eran los días fuertes en los baños, la más auténtica reminiscencia del inconcluso balneario, unos vestuarios que explotaba mi tío Jesús y que se llenaban por la moralina entonces imperante, sabiamente agitada por él, que apenas veía desde su ventana a alguien cambiándose en un coche mandaba para afuera a uno de los chavales que allí maltrabajaban pito en la boca mientras él gritaba: "Inmorales, sinvergüenzas!".
Era su negocio, al fin y al cabo, el de alquilar una caseta o un pase al salón general para que hombres y mujeres, rigurosamente separados, pudiesen desvestirse camino del agua y vestirse camino de su casa después, un negocio que a la postre también tuvo algo de benefactor, las facilidades que su salón general daba a quienes peor estaban por aquel entonces, los homosexuales, oportunidad para el voyeurismo los domingos de lleno y para algo más entre semana (complicidades, contactos, citas, supongo), siempre en la sobremesa, cuando no había casi nadie y ese adolescente que era yo estaba al mando, detrás de la mesa maciza pero carcomida. Lo he comprendido con el tiempo, y he despejado, de paso, la mayor incógnita de aquellos días, cómo señores de buena familia a quienes yo conocía por ser amigos o conocidos de mi padre eran tan tacaños como para ir a general y no alquilar caseta. No eran tacaños aquellos señores, eran simplemente unos perseguidos.
Así fui aprehendiendo el mundo por aquella playa y sus alrededores, más por éstos, sin duda, porque nunca me gustó demasiado lo de ir a bañarme: de pequeño sólo cuando volvía con mi padre de Almería (otra acepción perdida: ahora sólo yo llama Almería al centro, como antes todo el mundo en el Balneario o en El Zapillo); luego si había una Carmen a la que vislumbrar desde dentro del agua pese a mi miopía; al final porque era imposible sacarme de las tertulias a alguna sombra sabia con los viejos camaradas y compañeros de mi padre, que ya se hacían ver y hasta hablaban de su historia de cárceles, exilios y silencio, la mejor universidad que he tenido, un aula al aire libre que, corro a corro y silla a silla, llegaba hasta el mar en medio del viento (siempre el viento aquí en Almería: poniente a veces; levante otras) que lentamente va llevándose las palabras hacia otros tiempos.
Verano 2005
Miguel Naveros (Madrid, 1956). Reside en Almería desde 1986. Es autor de las novelas La ciudad del sol, Al calor del día y El malduque de la Luna (ésta de próxima aparición). En la actualidad es subdirector del periódico La Voz de Almería.
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