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MUJERES Y HOMBRES | John Lennon | CULTURA Y ESPECTÁCULOS

Un artista incómodo

Cuenta Albert Camus en El primer hombre que cuando, ya de adulto, fue a visitar por primera vez la tumba de su padre, muerto a los 29 años, la sensaci0ón de tener más edad que su propio progenitor le resultó terriblemente perturbadora. A mí me sucedió algo parecido al cumplir los 40, pero no con mi padre. Toma, pensé, presa de una súbita desazón mientras soplaba el frondoso bosque de velas que coronaba el pastel de cumpleaños, en un par de meses seré mayor que John Lennon. Qué espanto. Y la verdad es que esa noche bebí todo lo que pude para zafarme de la tenaz persecución de esa idea nefasta.

Huelga decir que, como a tantos de los grandes (léase Alejandro Magno, Rossini, Mozart y Rimbaud), a Lennon 40 años le bastaron y le sobraron para convertirse en rutilante ídolo de masas e imperecedera leyenda. El que fuera el más interesante de los Beatles, y sin duda también su miembro más contradictorio y anticonvencional, había empezado a forjar su fama de provocador en el londinense Teatro Príncipe de Gales, en los albores de la beatlemanía, durante una legendaria gala benéfica en noviembre de 1963 a la que asistían la reina madre, la princesa Margarita, lord Snowdon y un público mucho más adinerado y menos dado al griterío entusiasta de lo habitual en otros conciertos del grupo. "Para nuestra última canción nos gustaría que nos ayudaran. Los de los asientos más baratos pueden aplaudir, y los demás bastará con que sacudan las joyas", tuvo el descaro de pedirle Lennon al respetable antes de atacar Twist and Shout, la canción tras cuya épica grabación para el primer elepé del cuarteto de Liverpool el músico, que estaba muy resfriado, se había quedado completamente afónico.

Lo que más me impresionaba era el olímpico y cínico desprecio que había proclamado sobre el trabajo del grupo
Empecé a odiar todo lo que apestase a solemnidad y a pensar, como Lennon, que efectivamente no hay certeza

Como tantas personas de mi generación, yo aprendí inglés escuchando a los Beatles cuando el grupo hacía años ya que se había separado. Y la verdad es que jamás entendí por qué mis padres se cabreaban tanto mientras escuchaba Help, A hard day's night o la satánica Helter Skelter a toda castaña, habida cuenta de lo provechosas que resultaban aquellas sesiones de música pop para mis conocimientos de inglés y la ristra de excelentes que luego cosechaba. Al principio, mientras me aprendía las letras de memoria (aún hoy soy imbatible y las recuerdo de cabo a rabo) y devoraba biografías del grupo, mis afectos se repartían equitativamente entre John, Paul, George y Ringo, y sólo algo después empecé a tomar partido por Lennon, quizá infectada por ese extraño virus que padece nuestra cultura y a causa del cual siempre acaban haciéndonos elegir entre papá y mamá, los Beatles o los Rolling, la alta cultura o la cultura popular, como si no pudiéramos ser omnívoros y pasar de la lectura de la Ilíada a un cómic de Ralf König y disfrutar de las dos cosas.

Así pues, en la disyuntiva Lennon / McCartney, elegí a Lennon. Provocador y vulnerable, frágil y descarado, permeable hasta el mimetismo, inquieto, inestable y camaleónico, John siempre me había impresionado. No niego que también me gustaban las baladas algo más dulzonas que cantaba Paul McCartney (de hecho, Yesterday es una de mis favoritas), pero Lennon, además de gustarme con sus letras más ásperas y surrealistas, siempre me dejaba sumida en el mayor desconcierto, estado que, cuando era adolescente, me parecía el único en el que valía la pena vivir. Las cosas obvias eran un soberano coñazo, mientras que las desconcertantes casi siempre resultaban sexys y excitantes. Confieso que no siempre me desconcertaban las cosas que más habían sacudido a la opinión pública, como su célebre fotografía desnudo junto a Yoko Onno para la portada de Two Virgins, o la no menos célebre rueda de prensa a favor de la paz que ambos convocaron durante su luna de miel bajo el lema de "Haz el amor y no la guerra", y en la que recibieron a los periodistas en la habitación de su hotel, metidos en la cama y en pijama. No, lo que a mí más me impresionaba era lo que por aquel entonces me parecía el olímpico y cínico desprecio que en ocasiones había proclamado Lennon hacia el trabajo del que era el grupo de pop más famoso del planeta y cuyas canciones aceleraban el corazón de millones de fans. Los Beatles no sólo habían inaugurado la categoría de rutilantes estrellas del pop, provocaban desmayos allá donde fueran y hacían chillar de histérica excitación a toda la población femenina adolescente de las ciudades donde actuaban, sino que otros famosos, incluidos algunos hombres de Estado, se jactaban de conocerlos y de ser amigos suyos. Pero John Lennon, en lugar de envanecerse de ello como lo habrían hecho la mayor parte de los mortales, no se recataba de decir cosas como éstas: "Hemos hecho buenas canciones, pero ninguna brillante. Me producen una total indiferencia cuando las oigo por la radio. Tal vez si alguien las atacase, si dijese que son una mierda, entonces yo reaccionaría. Supongo que siento indiferencia hacia nuestra música porque otra gente se la toma tan en serio. No digo que no sea agradable que a la gente le guste, pero cuando empiezan a apreciarla y a decir cosas muy profundas sobre nuestras canciones, todo se convierte en una mierda. Demuestra lo que siempre hemos pensado de la mayoría de cosas que denominan arte y que no son más que un montón de mierda. La gente cree que los Beatles saben dónde van, pero no lo sabemos. Sólo hacemos música. La gente, por ejemplo, quiere conocer el significado profundo de Mister Kite. No tiene ningún significado. La compuse, y ya está. Junté un montón de palabras y después les añadí algo de ruido. Nunca busco en las profundidades de una canción cuando la compongo. No es eso lo que importa cuando la grabamos. Pero nadie lo creería. No quieren creerlo. Quieren que sea algo importante".

Leí por primera vez esas declaraciones en los años setenta, cuando los Beatles ya iban cada cual por su lado y yo no tenía más de 14 o 15 años. La verdad es que nunca había oído nada tan alucinante. Supongo que era demasiado joven para intuir que tras las palabras de Lennon, que tan extrañas y provocadoras me parecían, quizá se escondiera la atormentada culpabilidad que tantas veces se apodera de los que obtienen un éxito fulminante e inesperado con alguna obra suya y tienden a ver un fraude en todo ello, a sentirse los actores de una absurda impostura y a rebelarse contra ello de una forma u otra. En cualquier caso, Lennon jamás pareció tomarse muy en serio a sí mismo. Me dio esa lección, que me esfuerzo por no olvidar jamás: en cualquier circunstancia, ríete de ti misma, porque no hay nada más ridículo ni estulticia mayor que la de tomarse en serio. ¿Fue entonces cuando empecé a odiar la solemnidad y lo pomposo? Seguramente. Empecé a odiar todo lo que apestase a solemnidad y a pensar, como Lennon, que, efectivamente, no hay certezas, y uno no llega nunca a ningún sitio.

Por otra parte, nunca podré agradecerle lo bastante a Lennon que se casara con Yoko Onno, una mujer que me parecía de una inconmensurable fealdad. Su boda me infundió locas esperanzas, a mí y supongo que a otras adolescentes no demasiado agraciadas en lo físico por Madrastra Naturaleza. Me decía que si Yoko podía hacer beber los vientos hasta ese punto al tipo que había compuesto joyas del pop como Revolution, Across the universe, Strawberry fields forever, Norwegian wood o Day in the life, quizá después de todo yo no me quedaría a vestir santos, tal y como la pertinaz indiferencia cósmica que por mí mostraban mis compañeros de clase me había hecho temer muy seriamente antes de tan providencial casorio.

Acababa de cumplir 40 años cuando un admirador a quien un rato antes le había firmado gentilmente un autógrafo se lo cargó a balazos. No sólo fue una de las muertes más impactantes del siglo XX, sino también probablemente la más irónica. La fama le había proporcionado los mayores placeres y ahora se lo quitaba todo, les jeux sont faits, messieurs, dames.

John Lennon, en el Madison Square Garden de Nueva York el 30 de agosto de 1972.
John Lennon, en el Madison Square Garden de Nueva York el 30 de agosto de 1972.ASSOCIATED PRESS

Inconformista y provocador

Si una fotografía es una instantánea inmortal que captura un momento de la vida y del alma, como dice John Berger, resulta natural que John Lennon haya sido el integrante de los Beatles más difícil de retratar para Robert Freeman, que fotografió al grupo entre 1963 y 1966. Y es que Lennon encarnó al inconformista y provocador permanente, crítico con el statu quo y de ideas utópicas.

El cantante nació el 9 de octubre de 1940 en Liverpool (Inglaterra). Su padre, el marino Fred Lennon, abandonó a la familia al nacer el artista. Su madre, Julia Stanley, dejó al pequeño al cuidado de su hermana y lo abandonó de manera definitiva y trágica cuando falleció en un accidente de tráfico siendo Lennon aún muy joven. Se trata de un cuadro familiar muy suculento para el psicoanálisis a la hora de aproximarse al autor de Imagine (la canción más popular de su carrera en solitario), que tanto significó para una generación (y que sigue significando aún).

Entre sus más osadas provocaciones quedan para los anales de la historia su negativa a que los Beatles actuarán en Suráfrica, como protesta contra el apartheid, así como su exhortación a los jóvenes a manifestarse en contra de la guerra de Vietnam.

Lennon consiguió entrar a la universidad para cursar la carrera de Arte, gracias a sus dotes creativas. Allí conoció a su primera esposa, Cinthia Powell, con quien tuvo su primer hijo. Se divorció de ésta para unirse a la mujer más influyente de su vida, Yoko Ono, madre de su segundo descendiente.

El 8 de diciembre de 1980, Lennon fue asesinado por Mark Chapman, quien le disparó cinco tiros. Una muerte trágica que ha alimentado la leyenda de conspiración contra la figura que expresaba las ideas y emociones de una generación.

KENNY CABRERA

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