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A PIE DE PÁGINA

El amigo de mi padre

Dicen en la radio del coche que murió el doctor Mário Corino de Andrade: era uno de los últimos amigos vivos de mi padre. Siempre me pareció extraño que mi padre tuviese amigos: cuando no estaba en el hospital estaba encerrado en casa, leyendo y oyendo música. No visitaba a nadie, casi nadie lo visitaba. No iba a cenas, no iba al cine, su vida social se reducía a cero, hablaba poco. Se levantaba en medio de las reuniones de familia.

Poseía todos los ingredientes para ser un tipo aburrido. Y, no obstante, nunca fue un tipo aburrido: por extraño que parezca, era un seductor, apasionado por la pintura, la literatura, la neuroanatomía. Creo que en el fondo de su alma se consideraba un artista. Tal vez lo fuese, quién sabe. Y ahora, que se cumple un año desde que partió, noto que nosotros, sus hijos, nos parecemos cada vez más a él.

Era un hombre libre y el único portugués que dio su nombre a una enfermedad

Bien, pero no era de esto de lo que estaba hablando, era del doctor Corino de Andrade. El doctor Corino de Andrade vivía en Oporto, ciudad que yo no conocía y de donde mis padres nos traían bombones: durante muchos años, Oporto fue para mí los bombones de la confitería Arcádia. De vez en cuando, de ese paraíso de cacao llegaba a Lisboa el doctor Corino de Andrade. Se sabía que llegaba porque el teléfono sonaba a las siete de la mañana y despertaba a toda la casa. En medio de los chirridos del teléfono, oíamos los pasos de mi padre de la habitación a la sala, tropezando de sueño, y su voz furiosa

-Seguro que es el pesado de Corino

levantaba el auricular y, para mi sorpresa, su voz pasaba de furiosa a entusiasta, en una metamorfosis sorprendente

-¿Así que andas por aquí, hombre?

y esa noche o a la noche siguiente, el doctor Corino venía a cenar con nosotros. Pequeñito, oscuro, feo, con manitas que parecían arañas, sujetando tenedores y cuchillos súbitamente enormes. A veces su mujer acompañaba al doctor Corino: extranjera, rubia, me regaló en una ocasión un libro rarísimo, en inglés, cuyo título traducido a lengua de cristiano rezaba más o menos Alicia en el país de las maravillas, una historia idiota, con conejos con reloj, reinas de baraja que cortaban cabezas y gatos que sonreían. Extranjerismos. El doctor Corino y mi padre conversaban de neurología, de arte y de política, todos asuntos confusos.

El doctor Corino estaba en contra del doctor Salazar, que tenía su fotografía en el colegio, al lado de la pizarra, y nos había salvado a todos no sé bien de qué. El profesor tampoco sabía bien de qué, pero juraba que nos había salvado. Mis abuelos eran de la misma opinión. De modo que el doctor Corino era un hereje injusto y peligroso, hecho que, curiosamente, no parecía impresionar a mi padre, que en esos temas no se extendía mucho. Mientras hojeaba el conejo con reloj y toda aquella patraña sin pies ni cabeza, el doctor Corino y mi padre discurrían sobre la paramiloidosis, una enfermedad que no había pillado ninguna de mis relaciones, que el doctor Corino descubrió y sobre la cual mi padre escribió innumerables trabajos clínicos y anatomopatológicos, acompañados de fotografías de nervios o algo así, cosas del tipo de Alicia en el país de las maravillas, o sea incomprensibles y desprovistas de nexo, mientras que la mujer del doctor Corino y mi madre conversaban en el dialecto de los guiris. Mi madre, que contaba achaques de sus hijos, interrumpía a mi padre

-Oye, João, ¿cómo se dice varicela en inglés que no me acuerdo ahora?

y en un momento o dos, al margen de la paramiloidosis, y a propósito del doctor Salazar que nos había salvado, el doctor Corino articuló la palabra dictadura, que yo pensaba que era una marca de dientes postizos, como aquellos que usaban las tías de Brasil y casi se les caían al hablar: las dictaduras de ellas tenían que ser atornilladas a las encías y tal vez el doctor Corino las había visitado: mi tía Maria João, por ejemplo, se tragó la suya, y la familia la obligó a hacer caca en el orinal, varios días seguidos, hasta que la dictadura cayó en el fondo del cacharro

-(clic)

para alivio del mundo en general. Entonces la lavaron y se la pusieron de nuevo en la boca

-Encájesela bien, tía.

Resplandeciente y de muelas restaurada, la tía Maria João volvió a expresarse de una manera decente. Sin la dictadura se comunicaba mediante una gramática hecha de vocales y diptongos aspirados que debía de ser el inglés de la mujer del doctor Corino. Gracias a las muelas lavaditas perdió para siempre el dialecto de los guiris, lugar donde no existían dictaduras en las encías.

Pero volviendo al doctor Corino, lo fui conociendo mejor a medida que crecía. Cuando iba a Oporto lo visitaba, y se me apareció en la presentación de un libro. Lo quería y lo respetaba. Era un hombre libre y el único portugués, creo yo, que dejó su nombre asociado a una enfermedad. (Felices los astrónomos, escribió no sé quién, que le dan su nombre a las estrellas). Mandaba abrazos para mi padre, que no abrazaba a nadie. Le transmitía los abrazos del doctor Corino y él, abismándose en un libro

-Hum

que, en el caso de mi padre, significaba una especie de ternura cohibida. Por tanto, al decir en la radio del coche que murió el doctor Mário Corino de Andrade, mi reacción inmediata, automática, fue

-Hum

y como soy hijo de mi padre eso significa, igualmente, una especie de ternura cohibida.

Traducción de Mario Merlino.

SILJA GÖTZ

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